Servicios telefónicos: acostumbrarse o martirizarse en el proceso
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Al fin se escucha la voz de la persona del otro lado de la línea. Han pasado varios intentos para lograr contactar a un ser humano que no sea proveniente de la repetición de una máquina. Muchas instrucciones, y números por teclear, opciones en uno y otro y otro sentido. Ocasiones hay en que, desorientados, desconcertados, frustrados, se opta por cancelar la llamada.
Y entonces vendrá otra llamada y muchas más. Pero luego de decenas, sin exagerar, de veces, también luego de tantos intentos incluidos los servicios de la empresa por WhatsApp, que inunda igualmente de opciones, pero no ofrece solución alguna, al fin, decíamos, se escucha la anhelada voz de un ser humano que “entiende” la solicitud, pero, “lamentablemente” no puede atenderla y en medio de nuestro azoro intenta conectar a otra extensión.
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Adelanta rápidamente que seremos atendidos por otra persona, esa sí la que trae el tema, pero que esto ocurrirá en el lapso de “30 minutos”, porque todos los agentes se encuentran ocupados. “Usted decide si espera los 30 minutos o más o que le llamen a su teléfono móvil”.
“Señorita, lo único que deseo es que se cancele el servicio definitivamente”. Las instrucciones del WhatsApp ofrecen la opción para llegar a esta extensión. “No, aquí no podemos hacer ese trámite. Repito, es en otra extensión y por lo ocupados que están nuestros agentes contestarán en 30 minutos. O si lo prefiere, repito, que le marquen a su teléfono móvil, que le confirmo, es el... muy bien, ya queda confirmado su número para que le marquen”.
Derivado de hechos apegados a la realidad, a la fecha la llamada se sigue esperando.
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Así es esta nueva modernidad, aunque en mucho parecida a la que en la literatura de Benito Pérez Galdós vive en “Miau” un pobre padre de familia, Ramón Villaamil, competente exempleado del Ministerio de Hacienda, donde lo hacen ir y venir todos los días por una respuesta que no llegará nunca.
Se tapiza el camino de obstáculos para la consecución de un servicio. Una “modernidad” que conduce a océanos profundos a través de lo que engañosamente se vende como tranquilos ríos. Primero se ofrecen todo tipo de facilidades y se muestran las grandes oportunidades y luego es un lío, un verdadero lío, tratar de cancelar. A veces, hasta para tratar de hacer cambios. Para ello, véase la película mexicana “Una mujer sin filtro”, donde la protagonista trata con un empleado de servicio de internet que vuelve las complicaciones para el mantenimiento de la línea un símbolo del momento de actualidad.
No hay quien pueda auxiliar en el seguimiento de procesos o en las cancelaciones. Una vez hechas las aperturas, es decir, bien comprometido el cliente en los pagos, lo que sigue es un martirio en términos de tiempo y desgaste.
Cuando aparecieron los servicios a través de la línea telefónica parecían muy eficaces. Se hacían las llamadas y aunque muchos intentos de por medio, al fin se oía la voz responsable de gestionar los trámites. Hoy, en donde internet está tomando el lugar, el contacto humano se ha reducido en grandes cantidades.
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Hacia allá vamos todos los días. Desesperarse ante la mecánica y metálica voz del otro lado de la línea grabada resulta exactamente igual que hacerlo cuando al fin topamos con alguien que parece entendernos y comprender el problema, pero que, lo siente mucho, no está en el ámbito de sus responsabilidades.
Otras modalidades se aprecian desde un primer intercambio personal que será escaso: luego ya no habrá modo de volver a escuchar a nadie en la línea: “No se atenderán llamadas en lo sucesivo para este trámite. Todo en exclusiva por correo electrónico”. Si hay una eventualidad en el transcurso en que se estén desarrollando los servicios, habrá que esperar a que la persona responsable tenga a bien sentarse frente a la computadora y para entonces un buen desastre podría haber ocurrido.
Signos de nuestros tiempos. Para muchos privilegiando el “orden” y la sistematización. Para otros, la imperante necesidad de no desesperar ante las decenas de intentos sin solución y no caer en el enojo y la frustración por no solucionar las cosas que reditúa sólo a las fantasmales empresas que se venden como las grandes maravillas. Sin serlo.