Sigue pintado de olvido y con lastre de traidor...
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La Historia de México me fascinó a partir de mi segundo año de educación secundaria, tuve como maestro a un teniente coronel retirado que simple y sencillamente hizo que me enamorara de ella. Y es fecha que perdura el encantamiento. ¿Qué tenían de particular sus clases? En primer lugar, era un profundo conocedor de la materia que impartía, cuando nos hablaba de ella nos hacía vivirla como si estuviéramos de cuerpo presente frente al evento que nos narraba y, lo más importante, en eso era único; nos presentó a hombres y mujeres de carne y hueso. De modo que tuvimos la fortuna de saber de la contribución de innumerables personajes en la construcción de nuestro País, en su calidad de seres humanos, con luces y con sombras, como somos los de nuestra especie. “El mérito de ellos −nos decía− es que siendo gente ordinaria se atrevió a hacer cosas extraordinarias... Nunca idealicen a nadie, y menos a los hacedores de la patria, eran hombres y mujeres con pasiones, con debilidades... igual que nosotros...”. Y nos miraba a los ojos, porque además de las palabras que tan magistralmente utilizaba, quería llegar a nuestra prístina inteligencia y convencernos de que ese era el camino para explicar los acontecimientos de un pasado en el que no habíamos estado y no obstante era tan nuestro, y por ello teníamos el deber de conocerlo.
Conocí a Agustín de Iturbide gracias a mi inolvidable maestro. Y lo traigo a este escrito sabatino porque en estricta justicia no debemos olvidar que fue uno de los personajes más relevantes para el nacimiento de México como país independiente. El próximo martes se conmemora el bicentenario de la Consumación de la Independencia. Fue un 27 de septiembre de 1821. Dos siglos han transcurrido y su reputación de traidor y de villano le sigue precediendo. Es parte de la historia “oficial” que se enseña en las escuelas del País. Un país, refiriéndose a México, como apunta el historiador Pedro Fernández, que no cuestiona su historia y la consume tal como se le dice en la escuela, pues estamos aviados para hacer héroes y villanos al por mayor. “Y hay una tendencia –agrega– de los mexicanos a seguir viendo todo en blanco y negro: Los héroes tienen que ser pulcros y sin mancha, y los
villanos muy malos, sin posibilidad
de redención”.
Agustín Cosme Damián de Iturbide y Arámburu nació en 1783 en la actual capital del estado de Michoacán, Morelia, entonces llamada Valladolid. Pertenecía a una de las familias más ricas de la región, dueños de comercios y haciendas, pero él quiso ser militar y se unió al Ejército Realista en donde desarrolló una carrera muy destacada. Supo de la insurrección de don Miguel Hidalgo, pero no se sumó, sino todo lo contrario, combatió a los insurgentes a sangre y fuego. Don Miguel muere fusilado y paradójicamente el otrora perseguidor de los insurrectos retoma la lucha de Hidalgo en 1820. Y pagó el precio de ese rompimiento. Las fuerzas del virreinato lo acusaron de corrupción y se acabó su mando en el ejército. Iturbide sintió entonces en carne propia el trato distinto a los nacidos en el País en comparación con el deparado a los peninsulares, y toma la decisión de juntarse con el único líder insurgente que seguía de pie, don Vicente Guerrero, y formular el Plan de Iguala para separar de una vez por todas a nuestra patria de España. Pero nada de esto se destaca, nos subrayaba mi maestro de Historia. El Virrey O’Donojú rechazó el Plan, pero el movimiento ya era imparable. Se legaliza el Plan de Iguala con el Tratado de Córdova el 24 de agosto de 1821, con ello se acaba la guerra y se consuma la Independencia. Iturbide entró triunfalmente en la capital el 27 de septiembre de 1821. Se corona emperador de México, Agustín I. De ahí deviene el lastre que lo condena y borra toda su contribución al nacimiento de México como país independiente y precursor de todas las que vendrían en la América Hispana. El “imperio” de Agustín no tenía ni un céntimo, éramos un país en bancarrota y asolado por otras naciones europeas que nos querían engullir. Agustín no era político ni estaba preparado para gobernar. Su paso fue efímero y lo pagó con su vida. El 19 de julio de 1824 fue fusilado, ahí pronunció sus últimas palabras: “¡Mexicanos! Muero con honor, no como traidor; no quedará a mis hijos y su posteridad esta mancha, no soy traidor, no... En el acto mismo de mi muerte os recomiendo el amor a la patria”. Una patria que no hubiera sido posible sin Agustín de Iturbide. En 1921 se retiró su nombre del muro de la Cámara de Diputados, en el que se recuerda a los héroes que hicieron patria.
A ver si los hombres del poder de este siglo 21 reivindican la memoria de Agustín de Iturbide por su contribución al nacimiento de México.