Sobrenaturalidades
El otro día, a propósito del Halloween y Día de Muertos, alguien me preguntó si creo en los fenómenos sobrenaturales. Sí creo, a condición de que sean naturales. Entonces sí, porque los fenómenos naturales, si se les mira bien, son muy sobrenaturales.
A mí nunca me ha sucedido ver espantos, excepción hecha de algunas damas que se maquillan demasiado. También vi muchachas y muchachos de los que se llamaban “emos”, todos de negro hasta los pies vestidos, con el pelo pintado del color del menudo, como Rosario Piedra, y un aro en la nariz igual que el de los toros de don Teodoro Sánchez.
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Esa visión era muy impresionante, lo que sea de cada quien; pero cosas extrañas, lo que se llama extrañas, relacionadas con el otro mundo, jamás he visto una. Y espero nunca verlas, porque soy muy temeroso −empleo un eufemismo−, y de seguro la visión de cualquier ente de ultratumba me causaría una impresión tremenda.
Lo que voy a contar ahora, sin embargo, es rigurosamente cierto. Hace algunos años fungí como miembro del H. Jurado Calificador en un concurso de altares de muertos. Los participantes erigieron coloridos túmulos en homenaje a la memoria de señoras y señores de la tercera edad que pasaron ya a la cuarta dimensión, quiero decir que se murieron. Todo iba muy bien, sin novedad, hasta que llegamos al altar dedicado a un cierto señor, don Celedonio, que fue en vida velador al servicio del Gobierno del Estado. Cuando el cumplido veterano obtuvo su jubilación se puso a vender tunas y quiote en la vía pública, para no estar de oquis. También fue inspirado compositor −le hacía siempre un corrido al Gobernador de turno− y escribía profundas reflexiones sobre la vida, el amor y otros temas de bastante importancia. Don Celedonio, se nos informó, había muerto hacía poco tiempo.
Mirando estábamos su altar cuando de pronto, sin provocación alguna, se encendió el papel de China que ornamentaba el túmulo. Hubo llamaradas a las cuales quizá no pueda darse el calificativo de siniestras, palabra de uso obligado en estos casos, pues las siniestras llamas medían apenas unos 20 centímetros de altura, pero que de cualquier modo eran para preocupar.
-¡Fuego! ¡Fuego! −gritó una señora en la mejor tradición dramática del caso.
Afortunadamente en circunstancias como esta nunca falta alguien que sabe exactamente lo que se debe hacer. Yo no pertenezco a esa útil especie: al primer ¡fuego! que dijo la señora ya estaba yo en la puerta del local, y el segundo grito apenas lo alcancé a oír a la distancia. Pero después me contaron que un joven tomó la jarra de agua bendita que estaba sobre el altar de muertos y roció su contenido en forma tan competente que apagó las llamas. Con razón decía mi tía Lola que el agua bendita tiene eficaz virtud. Seguramente el agua común no habría tenido efecto similar.
Conjurado el siniestro siguió la lectura de la biografía de don Celedonio, cosa que aproveché para regresar muy espichadito al lugar de los hechos. Y de repente, otro fenómeno sobrenatural. ¡Zas! cayó al suelo, como empujado por misteriosa fuerza, el pedestal que sostenía un gran jarrón de flores. El estrépito fue internacional. Otra vez salí corriendo, ahora más expeditamente por el entrenamiento previo.
No creo en cosas sobrenaturales, ya lo dije. Pero por si las dudas di mi voto al altar erigido en memoria de don Celedonio. Nadie sabe.