Todo es posible, hasta lo imposible
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Sucedió que cierto joven incurrió en la cólera del rey por no haber hecho la reverencia a su paso. El soberano lo condenó a morir
Este era un rey que gobernaba a sus súbditos con extrema severidad y saña cruel. Las draconianas leyes de Dracón eran cortesanías versallescas al lado de las terribles disposiciones de aquel monarca que no conocía la compasión ni la piedad.
Sucedió que cierto joven incurrió en la cólera del rey por no haber hecho la reverencia a su paso. El soberano lo condenó a morir. Fueron inútiles los ruegos de la madre del muchacho, quien con sollozos le pidió de rodillas al monarca que no le arrebatara a su hijo, amadísimo fruto de su juventud y esperanza única de su ancianidad. El rey, inconmovible, se negó a oír aquellas súplicas desgarradoras, e hizo que sus alguaciles quitaran de su presencia a la mujer.
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Cuando llegó el día en que aquel infeliz mozo iba a morir, el rey llegó al cadalso a presenciar la ejecución. Ordenó que llevaran al reo frente a él, y le preguntó si quería decir sus últimas palabras.
–Nada tengo qué decir –respondió con tristeza el joven–. Lo único que siento es que no podré ya enseñar a hablar a mi caballo, cuando tan adelantado iba en sus lecciones.
–¿Qué dices? –preguntó el monarca frunciendo el entrecejo–. ¿Qué es eso de enseñar a hablar a tu caballo?
–Sí, Su Majestad –explicó el muchacho con aire desolado–. Estaba a punto de lograr que mi caballo hablara, pero ahora que muero la enseñanza se interrumpirá.
–¿Un caballo que habla? –dijo el rey–. Jamás he oído semejante cosa.
–Los caballos pueden hablar si se les enseña a hacerlo, Majestad –dijo el muchacho–. El rey vecino tiene dos caballos parlantes, y una yegua cantora.
El rey se quedó pensando por un momento y luego preguntó:
–¿Crees tú que podrás enseñar a mi caballo a hablar?
–Claro que sí –dijo el muchacho–. Aunque el animal tenga la misma inteligencia que Su Majestad estoy seguro de que podré enseñarlo a hablar.
–Y ¿cuánto tiempo necesitarás para eso? –inquirió el rey.
–Un año solamente –replicó el joven.
–Te concedo ese tiempo de vida –manifestó el monarca–. Pero si al cabo de un año no logras que mi caballo hable, entonces morirás.
Cuando regresó el joven a su celda un compañero de infortunio le preguntó, asombrado:
–¿Qué invención es esa del caballo? ¿A dónde te va a llevar tu treta? De sobra sabes que los caballos no pueden hablar.
–Mira –razonó el muchacho–. El rey me dio un año de vida. Y en un año muchas cosas pueden suceder. Se puede morir el rey; me puedo morir yo, y –quién sabe– a lo mejor hasta el cabrón caballo aprende a hablar.
Este cuento lo oí junto al fogón de la cocina en la casona del Potrero de Ábrego, antiguo y bello lugar lleno de historias, cuentos y leyendas. Muy vieja narración ha de ser ésta: don Abundio, que fue quien la contó en una de estas tardes de lluvia, mientras bebíamos té de yerbanís, me dijo que él escuchó el relato de labios de su bisabuelo, quien era niño cuando llegaron soldados al Potrero a requisar caballos para la guerra del francés.