En nuestra nación, atravesamos momentos difíciles, donde la mayoría de los mexicanos somos testigos del ofensivo derroche de muchos gobernantes. Prácticamente a diario nos encontramos con noticias que revelan las enormes fortunas mal adquiridas por numerosos políticos y “servidores” públicos.
En este contexto, de acuerdo con el más reciente estudio de Transparencia Internacional y Transparencia Mexicana, nuestro país “cerró por tercera ocasión con 31 de 100 puntos en el Índice de Percepción de la Corrupción; siendo 100 la mejor calificación posible, a la cual se acercaron naciones como Dinamarca (90), Finlandia y Nueva Zelanda (87), Noruega (84) y Singapur y Suecia (83).
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“México compartió puesto con Bolivia, Laos y Uzbekistán: el 126 de los 180 países evaluados por Transparencia Internacional.
“En comparación con los 38 miembros de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), México ocupó la última posición”.
ENTREDICHO
La corrupción y la impunidad comparten el mismo matiz, emanan el mismo olor y representan una total descomposición. Ambas ofenden de manera equiparable. Esta realidad, sumada a la violencia, la pobreza, la desigualdad y los profundos problemas sociales que enfrentamos, sitúa a nuestro país en una situación sumamente delicada.
Los riesgos y desafíos sociales se radicalizan a diario, y lamentablemente, se evidencia una clara incapacidad por parte del Estado para abordarlos de manera efectiva. La gobernabilidad se ve cuestionada.
Frente a esta complejidad, el desafío es monumental. Por lo tanto, el país requiere en este ámbito no solo de una extraordinaria capacidad de innovación, sino especialmente de personas íntegras en el gobierno, que tengan clara la responsabilidad que les impone ser servidores públicos.
ANTE TODO
Tomás Moro fue un destacado pensador, humanista, político y escritor del Renacimiento inglés. Nació en Londres en 1478 y fue ejecutado el 6 de julio de 1535. Moro es conocido por su obra más famosa, “Utopía”, en la que presenta una visión idealizada de una sociedad justa e igualitaria.
Las últimas palabras de Tomás Moro al subir al patíbulo fueron: “Soy un fiel servidor del Rey, pero primero de Dios”. En la actualidad, necesitamos que quienes nos gobiernan no se rindan ante su propio poder ni el de sus superiores, sino que se vean a sí mismos como servidores. Deben comprender las palabras que iluminaron la conciencia y brindaron valentía a Moro en los momentos más difíciles de su vida: “El hombre no puede ser separado de Dios, ni la política de la moral”.
Indudablemente necesitamos políticos y servidores públicos que emulen la integridad de Tomás Moro: dignos de sus cargos, comprometidos con el valor de la conciencia moral y capaces de tomar decisiones éticas incluso en las circunstancias más difíciles. Que la verdad y la honestidad prevalezcan en ellos.
PATRONO
El 31 de octubre de 2000, Tomás Moro fue proclamado “patrono de los gobernantes y de los políticos”. ¿Por qué se eligió a un hombre del siglo XVI como modelo para aquellos que trabajan en el ámbito de la política? Quizás pocos conozcan la razón detrás de esta decisión.
Tomás Moro nació en Londres en 1478 y a lo largo de su vida se destacó por combinar su vida interior con una escrupulosa dedicación a sus obligaciones profesionales y políticas. Su prestigio lo llevó a convertirse en Canciller del Reino.
La relevancia actual de Moro radica en su pensamiento y coherencia moral, especialmente en la defensa de su derecho a actuar según su conciencia, lo que lo llevó a un proceso que le privó de cargo, rango, honores, propiedades y finalmente, de su propia vida.
Su integridad y honestidad fueron impecables. Cuando el Rey Enrique VIII solicitó al Papa la anulación de su matrimonio, Tomás se opuso. Sin embargo, el Rey, mediante presiones y sobornos, logró la anulación con Catalina de Aragón. Moro renunció a su cargo, anticipando la venganza del Rey.
Moro también se negó a firmar el Acta de Sucesión y de Supremacía, que proclamaba al rey como cabeza de la Iglesia Anglicana, independiente de Roma. Sabía que esto conduciría a una iglesia adaptada a los caprichos de un rey inmoral que había obtenido su divorcio de manera ilícita. Moro aceptaba la autoridad civil de Enrique VIII pero optaba por ser fiel a su propia conciencia, sin renunciar a la autoridad del Papa.
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VALOR
Su negación fue categórica: “En mi conciencia, este es uno de los puntos en que no me veo constreñido a obedecer a mi príncipe, ya que, a pesar de lo que otros piensen, en mi mente la verdad se inclina a la solución contraria (...) Tenéis que comprender que en todos los asuntos que tocan a la conciencia, todo súbdito bueno y fiel está obligado a estimar más su conciencia y su alma que cualquier otra cosa en el mundo”.
Estas palabras encapsulan el fundamento de la noción contemporánea de objeción de conciencia, de la cual Moro fue un pionero: el Derecho no puede ordenar cualquier cosa, tiene límites que debe respetar. El Estado no puede obligar a los ciudadanos, aunque la decisión provenga de un Parlamento, a realizar acciones injustas o que agraven gravemente sus conciencias. En las palabras de Moro, “si yo fuere el único en mi bando y todo el Parlamento se colocase en el otro, me sería muy doloroso, pero seguiría mis propias ideas contra las de tan elevado número”.
Esta postura lo llevó a la corte, donde Moro fue injustamente juzgado y encerrado en la Torre de Londres durante un largo periodo, enfrentando inhumanas restricciones. Ante esto, sus amigos le instaron, le suplicaron, que firmara la mencionada acta, que cediera, que simulara y se pusiera del lado del rey, pero su conciencia no se lo permitió. Prefirió morir antes que traicionar sus principios.
Como expresó Javier Aranguren: “Tomás Moro, junto con Juan Fischer, murieron en las corrientes de las pasiones humanas, una monarquía omnipotente, la cobardía de tantos y el valor de unos pocos”.
HUMOR
Poca gente conoce el inquebrantable sentido del humor de Moro.
Como ejemplo, se cuenta la anécdota de que el rey le prohibió hablar, consciente de su capacidad para provocar a la gente. Sin embargo, Moro, con su característico humor, encontró la manera de sortear la prohibición.
Martín Descalzo relata que el 6 de julio de 1535, al comunicársele que le cortarían la cabeza en nueve horas, simplemente agradeció. Luego, caminó serenamente y sonriendo hacia el patíbulo. Cuando una mujer le ofreció un jarro de vino, amablemente lo rechazó diciendo:
“A mi Señor le dieron hiel y vinagre, no vino”. Al comprobar que los peldaños del cadalso estaban mal claveteados y se bamboleaban, pidió a uno de sus acompañantes: “Por favor, ayúdame a subir. Para bajar, ya bajaré yo solo”. Incluso tuvo el coraje de animar a su verdugo, impresionado: “Haz acopio de valor, muchacho. Y no temas cumplir tu oficio. Mi cuello es muy corto, así que procura asestar bien el golpe, no vayan a creer que no conoces tu oficio”. Él mismo se vendó los ojos, colocó la cabeza sobre el tajo y se detuvo aún para ajustar bien la barba, comentando: “La barba no ha cometido delito alguno de lesa traición”. Así fue su muerte, porque esa fue su vida.
Lo notable es que Tomás “supo burlarse de sí mismo y colocar sus asuntos, incluso su propia muerte, bajo la lente de lo absurdo”.
SI...
Peter Berglar lo expresa acertadamente: “Moro, con la fuerza de su conciencia, fue capaz de no negar su fe y, con la fuerza de su fe, fue capaz de obedecer a su conciencia hasta la muerte”.
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Tomás Moro es recordado como un defensor de la conciencia individual, la justicia social y un crítico agudo de los problemas políticos y sociales de su época. Su legado perdura como un ejemplo de integridad y valentía en la defensa de las convicciones personales.
Si contáramos con políticos que poseyeran tal autoridad moral y la coherencia del calibre de Moro, con una voz interna clara en sus conciencias, la situación en México cambiaría significativamente. Sin embargo, para alcanzar esta realidad se necesitan agallas y, sobre todo, una sociedad valiente que exija honestidad y resultados a sus gobernantes.
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