La inserción de la economía mexicana a la dinámica globalizadora fue un proceso obligado de inicio y gradual en su implementación. La crisis de la deuda en 1982 nos orilló a solicitar la ayuda del Fondo Monetario Internacional, la cual fue condicionada a la implementación de una serie de medidas de ajuste y cambio estructural.
Una de ellas fue el abandono de un esquema proteccionista para transitar hacia una auténtica apertura comercial, la cual dio sus primeros pasos tras el ingreso en 1985 al Acuerdo General de Aranceles y Comercio (GATT).
Los siguientes pasos continuaron en el resto de la década de los 80 y principios de los 90 con la privatización de empresas púbicas, la reducción del tamaño del Estado en la economía, la autonomía del banco central, la implementación del tipo de cambio y una mayor apertura -si bien no total- hacia la inversión extranjera.
La negociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) generó desde un principio diversas dudas entre diversos sectores de la sociedad en ambos lados de la frontera. Mientras que en México los temores se fundamentaban en el panorama que afrontarían las empresas mexicanas, al competir en condiciones desiguales contra empresas norteamericanas con mejor tecnología; en el vecino país el rechazo se circunscribía a la incertidumbre y desventaja que implicaría para ellos competir contra una economía de mano de obra barata como la mexicana.
Luchando contra corriente y enfrentando dogmas cargados de nacionalismo y de recelo permanente hacia lo que representa Estados Unidos y saliendo de una traumática experiencia inflacionaria unos años antes, México se trepó a la locomotora modernizadora. De manera audaz y visionaria signó así el TLCAN, que entró finalmente en vigor en 1994.
A partir de ese momento la historia es ya conocida, aunque a veces no aceptada por algunos. El acuerdo comercial le cambió el rostro por completo al país. Pasamos de ser una economía dependiente del petróleo a una más diversificada, cuyo crecimiento se apoya en la manufactura, convirtiéndonos en potencia exportadora en diferentes ramas, tales como la automotriz y la electrónica.
Geográficamente sufrimos una transformación radical. De contar solamente con un solo polo de crecimiento -la capital del país- transitamos a una configuración territorial en la cual los estados de la franja fronteriza cobraron un papel protagónico. Pasamos de ser un vecino sin importancia de la nación más poderosa del planeta, a ser un aliado estratégico y uno de sus principales socios comerciales.
El manto protector del TLCAN (ahora T-MEC) ha trascendido más allá de lo meramente comercial, pues gracias a diversas disposiciones ahí contenidas, ha significado un instrumento promotor de la certidumbre y seguridad jurídica para los inversionistas. Gracias a su implementación nos vimos presionados a contar con una ley de competencia económica, que increíblemente hasta ese entonces no teníamos.
El TLCAN (T-MEC) ha logrado en el plano político lo insólito. Consiguió que sus principales detractores de años atrás -ahora en el poder- se hayan aferrado a defenderlo en su renegociación con Estados Unidos. Este año se cumplen tres décadas de una historia exitosa, quizá de la reforma estructural más trascendental del país en las últimas décadas. Es ese tipo de historias que valen la pena contar.