Hortensias
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A mí me gustan las hortensias porque me traen el recuerdo de mi tía Hortensia, de General Cepeda... En su memoria compré una maceta con hortensias en el mercado de flores
Si se habla de la rosa, primero fue la flor y luego el nombre. Primero rosa; después Rosa. Pero si de la hortensia se habla primero fue la mujer, luego la flor: Primero Hortensia; luego hortensia. Horténse Lepeantre era una bella dama, esposa del más famoso relojero de París. El naturalista Commerson, enamorado secretamente de ella, se alejó de Francia para tratar de olvidarla, y viajó largamente por China y por Japón. No la olvidó. Encontró en oriente una flor que en Francia no se conocía, de tallos altos y pomposos corimbos. La llevó a su patria. Cuando le preguntaron el nombre de la flor pronunció el nombre de la mujer amada: Horténse. Y hortensia se llamó para siempre aquella flor.
Ya no se usa ese nombre, Hortensia, o se usa poco. Y, sin embargo, el nombre era de reina: Hortensia se llamó la madre de Napoleón Tercero. Fue reina de Holanda, hija a su vez de Josefina, la de Napoleón. Esta Hortensia componía canciones. Una romanza suya ha llegado hasta nosotros: “En el Camino a Siria”. Ocasionalmente la cantan las sopranos francesas. Yo se la oí una vez en Londres a Régine Crespin.
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A mí me gustan las hortensias porque me traen el recuerdo de mi tía Hortensia, de General Cepeda. Era muy buena con nosotros, los niños. En su memoria compré una maceta con hortensias en el mercado de flores que se pone el Jueves Santo en San Miguel de Allende. Los fríos saltilleros no la dejaron vivir. Una vez hallé otras hortensias en la Muestra de Antigüedades que año con año se celebraba aquí. Las compré, y por mucho tiempo fueron lo más bello que había en mi casa, excepción hecha de la amada eterna. Están ahora esas hortensias en el comedor, pero su hermosura llena todas las habitaciones.
Déjenme contarles la historia de esas hortensias que compré. Íbamos los dos –mi esposa y yo– por uno de los corredores de la exposición. Las vi de pronto. Estaban en un búcaro azul adornado con una cinta color de oro. Me enamoré de ellas a primera vista, y a segunda me enamoré aún más. Fui hacia ellas sin dudar; tenían que ser mías.
Pregunté al dueño de las hortensias el precio de las flores. Me lo dijo. El precio era elevado, pero en mi interior decidí pagarlo, aun si el comerciante no lo reducía. Lo redujo un poco, sin embargo, y las compré.
“Hortensias”... Así se llama el hermosísimo cuadro de Alfredo Ramos Martínez que está ahora en mi casa, la de usted. Es un pastel pintado por el regiomontano en 1916, la época de plenitud de su arte. Miro esas flores, una de ellas en lánguido desmayo, y siento el hálito de la belleza intemporal.
Suele decirse que el dinero no compra la felicidad. Lejos de mí la temeraria idea de contrariar ese apotegma. Diré, no obstante, que a veces el dinero puede comprar cosas que nos hacen sentir el leve roce de la felicidad. Eso son estas hortensias para mí.