Hace algún tiempo de una conferencia en la Sala Ponce del Palacio de Bellas Artes. Antes de empezar la velada entré en el recinto y lo vi lleno de fantasmas. Y es que ahí escuché la primera lectura del más bello texto salido de la pluma de don Artemio de Valle Arizpe: “Historia de una Vocación”. No tenía ya él voz para leer, pero lo hizo en su lugar, con donosura y elegancia, quien lo sucedería como Cronista de la Ciudad de México: Salvador Novo.
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Con otro fantasma me topé ahí: el de un hombre de luenga barba hirsuta y traza de sabio o de profeta. Acerca de esa barba escribió Alfredo Cardona Peña estos versos alejandrinos bien trovados:
“...Lo primero que vemos son unas ramas coptas
que luego se transforman en carrascas indoctas
que entienden griego y náhuatl, y aman al Peripato.
¡Diccionario tenemos con ellas para rato!...”.
El fantasma era el del padre Ángel María Garibay K. Esa ka es de Kintana, apellido de origen éuscaro que los vascos se niegan a escribir con q. Jamás traté al erudito sacerdote, pero leí sus memorias en un libro que no circuló mucho, pues las autoridades eclesiales lo vieron con sospecha y prohibieron su circulación.
En agosto de 1958 −tenía yo 20 años− asistí en la misma Sala Ponce a una conferencia que dictó el padre Garibay. ¿De quién habló esa noche? ¿De Nezahualcóyotl? No. ¿De Aristóteles, entonces? Tampoco. ¿Acaso de San Agustín? Menos aún. El padre Garibay habló de Acuña, de nuestro Manuel Acuña, a cuyo nombre hay que añadir por fuerza las palabras “el poeta suicida” o “el infortunado bardo”.
En ese tiempo yo leía a Villaurrutia, al dicho Novo, a Gorostiza y Pellicer. Pensaba por tanto que Acuña era un poeta cursi. Supuse que el padre Garibay, sabio como era, lo iba a criticar. También creí que lo reprobaría −sacerdote al fin− por haberse privado de la vida. En las dos conjeturas anduve equivocado. Comenzó el disertante por decir que Acuña era una luminaria de la poesía mexicana −esa palabra empleó, bien lo recuerdo: luminaria−, y a propósito de la temprana muerte del poeta recordó la sabida frase de Menandro según la cual los escogidos de los dioses mueren jóvenes.
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Quedé muy intrigado, y más cuando escuché al padre Garibay decir de memoria algunos tercetos de “Ante un Cadáver”. Negó que el poema fuera fruto de frío materialismo positivista, y señaló que guardaba relación con antiguas sabidurías de Oriente, según las cuales el curso de la vida y de la muerte forma un círculo que no tiene principio ni final.
¿Por qué ese austero sacerdote, siempre de negro hasta los pies vestido, parco en su trato y su palabra, hablaba bien de Acuña y de sus versos? Nunca me lo expliqué hasta que tuve en mis manos su libro de memorias. Entonces pude repetir aquella manida frase de las comedias españolas: “¡Ahora caigo!”. Diré mañana por qué aquel sacerdote pudo entender tan bien a Acuña, el poeta suicida, el infortunado bardo.
(Continuará).