Escenas de baile
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La muchacha es hermosa. Está en un baile. Ese baile tiene lugar en un pueblo del norte de Coahuila. La muchacha ha ido al baile con su mamá y su hermana. No baila, sin embargo: tiene novio. El novio está “en el otro lado”, pero vendrá en diciembre para casarse. La muchacha ya está pedida y dada. Por lo tanto no puede bailar. Si está en el baile es porque tiene una hermana más pequeña que también necesita encontrar novio. Su hermana está bailando con un muchacho que la corteja. Quizá esa misma noche se harán novios. Es lo que espera la muchacha. Es lo que espera su mamá. Para eso son los bailes.
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Llega un bailador a nombrar a la muchacha que ya tiene novio.
-¿Bailamos, señorita?
-No.
La respuesta es fría, y es cortante. La muchacha ni siquiera mira al invitador.
-¿Por qué? −pregunta el hombre.
-Porque no.
-¿No le gusta el baile?
-Sí.
-¿Y entonces?
-No bailo.
A un lado la madre finge no escuchar el diálogo. Bien sabe que su hija sabe bien. No necesita intervenir.
Pero el terco galán insiste. Esgrime un argumento poderoso, el que supone le dará la victoria sobre la empecinada negativa de la chica.
-Concédame por lo menos una pieza, señorita. Usted sabe que al bailar platican las personas. Si se caen bien de ahí nacerá una amistad. Y, quién sabe, con el tiempo las amistades se pueden convertir en algo más. ¿No cree?
Al decir eso se acomoda el sombrero. No es su intención acomodárselo: quiere mostrar la mano sin anillo matrimonial. Pero la muchacha ni siquiera se fija. Con el mismo tono de indiferencia repite otra vez:
-No.
El hombre continúa su ataque. Jactancioso, como quien ha combatido otras veces batallas semejantes y al final ha salido triunfador, se recarga en una columna que está al lado, junto a la silla que ocupa la muchacha, y desde ahí continúa el asedio, fanfarrón.
-¿De veras no va a bailar conmigo?
Lo dice con una sonrisilla escéptica, como si aquella negativa fuera algo extraordinario, inverosímil; un acontecimiento insólito que alterara el orden del Universo. Y la muchacha:
-No.
-¿Por qué no?
(Ya se le están agotando las fórmulas al hombre).
-Porque no.
-¿Está cansada?
(El baladrón quiere salvar la cara).
-No.
Ella ni siquiera se enoja. No vale la pena. ¿Para qué? La gente a su alrededor se ha dado cuenta de lo que pasa, y algunos sonríen al ver cómo la gallina se está comiendo al coyote. La sonrisa del hombre, antes de fatuo galán, es ahora la forzada mueca de quien se ve perdido. Intenta una burla:
-¿Le duelen los pies?
-No. Lo que me está empezando a doler es la cabeza.
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Unas señoras oyen eso en la mesa vecina y meten la cara en la chalina para que el hombre no vea que se ríen. El tipo advierte aquello y enrojece. Su nueva pregunta es ya una retirada:
-¿Entonces no baila?
-No.
Un último, desesperado intento:
-¿A poco tiene novio?
La madre de la muchacha ha estado muda. Ni siquiera ha dado señales de seguir aquel diálogo sin diálogo. Pero esa última pregunta la encalabrina. ¿Acaso su hija, tan en edad de merecer, es tan fea como para no tener novio? La duda del individuo la subleva. Se revuelve furiosa como arpía, se echa al hombro la punta del rebozo y da respuesta, ahora sí por cuenta propia, a la necia pregunta:
-¡Pos a poco no, cabrón!