Tata Nicho

Opinión
/ 7 julio 2024

He recordado por estos días a don Cipriano Briones Puebla, llamado “Tata Nicho”. Fue mi jefe de redacción en “El Sol del Norte”, periódico que el coronel García Valseca estableció en Saltillo, y que ya desapareció. Sin conocer a Tata Nicho yo lo conocía ya desde niño, pues mi padre era devoto lector del vespertino regiomontano “El Sol”, y ahí publicaba él su columna “A través de mi cristal”, un divertido recuento cotidiano de las pequeñas cosas.

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Don Cipriano era un amable personaje. En su juventud tuvo humos de torero, y llegó a ser un excelente aficionado práctico. He aquí una anécdota para la historia taurina mexicana. La empresa de los hermanos Rodríguez, que manejaban salas de cine, carpas, teatros y otros espectáculos, organizó una corrida de toros en Monterrey. Sus propios empleados lidiarían a los cornúpetas. Salió un marrajo peligroso que hablaba hasta latín, y cuyos cuernos llegaban al último tendido. El torero aficionado que debía hacerle la faena a tan horrible bestia se abstuvo prudentemente de enfrentarla. Entonces un muchachillo flaco, un niño casi, saltó al ruedo en calidad de espontáneo. Ante el público, que contenía la respiración, le hizo a aquel mal toro una faena extraordinaria, y lo mató entre el delirante entusiasmo de la muchedumbre. Aquel torerillo se llamaba Lorenzo Garza. El aficionado que le abrió con su prudencia las puertas de la inmortalidad era Tata Nicho.

A don Cipriano Briones le gustaban las cosas buenas de la vida. Eso no le impedía, sin embargo, escribir con aticismo de académico. Cada año, en noviembre, publicaba una revista de calaveras que le dejaba muy buenos centavitos. Era trabajador metódico. Su familia estaba en Monterrey −esposa y una hija−, y él vivía aquí en una casa de asistencias por la calle de Victoria. Pero nada más iba a dormir; todo el tiempo se lo pasaba en el periódico. Era de aquellos antiguos jefes de redacción cuyo mundo se reducía a su trabajo.

Tenía el señor Briones un pequeño detalle de coquetería masculina: se pintaba el pelo. Entiendo que su hija era dueña de un salón de belleza −así se llamaban entonces las “estéticas”−, y ella se encargaba de la semanal operación consistente en teñirle el cabello a su papá. A veces pasaban dos o tres semanas sin que don Cipriano pudiera ir a Monterrey. Entonces, aunque fueran los días más cálidos del verano, se calaba hasta las orejas una boina vasca, para que no se le vieran las blancas raíces de su pelo.

Pero esos son detalles. Lo importante es que Tata Nicho era un excelente escritor. Para mí fue un gran maestro. Tenía una frase sapientísima que hasta hoy me sirve de consuelo cuando cometo algún error al escribir, cosa que para mí es cotidiana. Metía yo una pata descomunal, y me afligía. Entonces Tata Nicho me consolaba en modo paternal:

-No se preocupe, Armando −me decía−. Las verdades y las mentiras periodísticas duran 24 horas.

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Esa frase deberían aprenderla los periodiqueros vanidosos que piensan que escriben para la posteridad, cuando en verdad escriben para la parte posterior.

Don Cipriano me escogió como su compañero de café. Compartíamos varias aficiones. La de los toros, desde luego, terreno en el que Tata Nicho era un sabio y yo sigo siendo un villamelón. El teatro, pues él había sido constante espectador, y vio a las grandes figuras de la escena. La zarzuela, que él conocía como pocos... Todas las tardes, a las 6 en punto, suspendía su trabajo y me invitaba a suspender el mío, lo cual hacía yo con mucho gusto. Nos íbamos caminando hasta el “Élite” de Chuy Martínez, por la calle de Aldama, y ahí tomábamos café y platicábamos largamente. Más bien, él platicaba y yo lo oía. Aquello fue para mí una cotidiana cátedra de vida. Y también de periodismo, que de vez en cuando algo tiene qué ver con la vida.

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