Una canción de ayer

Opinión
/ 10 mayo 2024

Alquilábamos una troca –así se dice por acá- en el sitio que estaba en la esquina de Xicoténcatl y Venustiano Carranza, la calle que ahora se llama Manuel Pérez Treviño. La cita era a las 10 de la noche, en la casa de la familia De la Vega, por la calle de Ateneo, entre Matamoros y Abasolo.

La familia De la Vega era una hermosa familia. Estaba formada por doña Fina, la mamá, señora viuda ella, y por sus cuatro hijos: Delia, Heriberto, Guadalupe y Queta. Había un sexto miembro de la familia, importantísimo: la pianola. Resto de antiguas grandezas, el majestuoso instrumento señoreaba la sala de la casa. Ahí nos reuníamos en una tertulia semanal que era al mismo tiempo literaria y musical. Queta tocaba el piano; Heriberto el violín; Lupe cantaba; oía Delia con emoción, lloraba doña Fina sus recuerdos... A esas tertulias asistíamos Eduardo Arizpe, que cantaba también; Toño Yeverino, que entonces era empleado del Cinema Palacio y tocaba muy bien el violín; más un excelente muchacho que se llamaba Paz, buen tañedor de guitarra. Yo declamaba, Dios me lo ha de perdonar.

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Alquilábamos una troca, dije, para ir a dar serenatas a las madres en la madrugada del día 10 de mayo. Subíamos con mil cuidados la pianola al carromato, y allá vamos todos -menos, claro, doña Fina, que se quedaba llorando-, casa por casa y madre por madre. El homenaje empezaba con la Serenata de Schubert, del mismo autor, interpretada al piano por Queta De la Vega. Seguía con “Cabellera blanca”, de Agustín Lara, canción a cargo de Eduardo Arizpe, tenor. Continuaba con “Oh, dulce misterio de la vida”, dúo de violines por Heriberto de la Vega y Antonio Yeverino; y al final venía “Cariño Verdad”, éxito de Juan Legido, a cargo de toda la compañía. Entre el dúo de violines y “Cariño verdad” yo declamaba “Venganza catalana”, con fondo musical de “Estrellita”, por Manuel M. Ponce. Habla ese dramático poema de un joven que se enamora de una mujer perversa y caprichosa. Ella le pide al muchacho, como prueba de amor, que le lleve el corazón de su madre. Ciego de pasión el enloquecido amante mata a la autora de sus días (su madre, según habrán adivinado ya los perspicaces lectores); le saca el corazón y corre a llevárselo a la mala mujer. En el camino tropieza y cae. Se oye una voz salida del corazón de la madre: “¿Te hiciste daño, hijo mío?”. Aquello realmente estaba para llorar.

Así eran antes las serenatas a las madres. Otros homenajes había para “las cabecitas blancas”, que entonces sí había. A las 12 del mediodía del 10 de mayo se escuchaba el estallido de una “cámara” -un cohetón- en la Catedral; pitaban los silbatos de las locomotoras y repicaban las campanas de todos los templos. Esa era una señal: la ciudad enmudecía; los vehículos se detenían en las calles, y la gente que iba por ellas suspendía su andar. Los hombres se quitaban el sombrero; las mujeres se cubrían con el chal que llevaban sobre los hombros. Saltillo guardaba un minuto de silencio en recordación de las madres muertas.

Todo mundo llevaba un clavel: los hombres en la solapa, las mujeres sobre el pecho. Si el clavel era rojo eso significaba que quien lo llevaba aún tenía a su madre; si el clavel era blanco eso quería decir que su madre había muerto ya.

Cosas que fueron y que ya no son... También las cosas que ahora son mañana ya no serán... En este Día de la Madre yo les envío desde aquí a todas una cálida felicitación.

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