Un cura enamorado (II)

Opinión
/ 9 mayo 2024

¿Cómo cayó en amor con Emilita el señor cura de la parroquia de Acajete, en Tlaxcala? Ni él mismo lo recordaba luego. Parece que se la presentó el marido de esa linda señora de cadera destacada y busto generoso.

La cosa sucedió en la tertulia de los jueves en casa del alcalde. Clavó Emilita en don José Miguel la mirada de sus profundos ojos negros, y él dijo para sí: “Perdido soy”. Una mujer sabe cuando un hombre ha caído en su dominio. Al despedirse, acabada la tertulia, ella apretó la mano del eclesiástico un poco más de lo aprobado por las conveniencias. Esa noche no durmió don José Miguel Guridi y Alcocer.

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Ni las siguientes. Emilita no se le salía del pensamiento. Hasta en los oficios divinos se le aparecía su imagen. ¡Pobre de don José Miguel! Por decir “amén, amén” decía “amor, amor”, igual que el fraile en el viejo romance castellano recogido por don Ramón Menéndez.

Una tarde, acabada la reunión mensual de las cofrades, el señor cura llevó a Emilita a la reserva de la sacristía y ahí le manifestó sus sentimientos, su encendida pasión. Ella mostró sorpresa. Se llevó las manos a la cara para ocultar un rubor que no existía. Emilita era mujer muy sabidora: no se ruborizaba ni en el último extremo de la calentura. Pero fingió estar azorada. Y lo hizo muy bien: era una consumada actriz. Lo digo en su elogio, no sea que alguna feminista me lo tome a mal.

Desde ese día empezó un juego del gato y el ratón. Sólo que el gato era Emilita y el ratón era don José Miguel. Se le acercaba ella, y cuando el cura creía tenerla ya a su alcance la linda mujer se le alejaba, y por algunos días lo trataba con reserva. Luego le daba nuevas muestras de afición, y él se encendía otra vez en fuegos de esperanza. Pero Emilita ponía otra vez la tranca. El señor cura se volvía loco.

Para tenerla cerca ideó un artificio de enamorado: la nombró presidenta de la comisión organizadora de la fiesta patronal. Aquello fue un escándalo: jamás una mujer había ocupado ese cargo de tanta representación. La noticia −con los añadidos del caso− llegó a oídos del obispo, y éste envió a uno de sus familiares a investigar el caso. Ante el representante episcopal don José Miguel ponderó las dotes de Emilita: su piedad, su devoción al santo, sus cualidades de ecónoma supereminente. “Está bien, pero tenga usted cuidado”, sentenció el enviado de Su Excelencia.

No lo tuvo don José Miguel. Puso en manos de Emilita todos los dineros −y eran muchos− destinados a la celebración. La víspera misma de la fiesta, la tal Emilita desapareció junto con su marido. Se supo luego que éste andaba en deudas de juego y de negocios, y con su mujer ideó timar al cura. Lo del fingido enamoramiento fue parte de la trama.

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Por compasión no hago el relato de los penosos sentires de don José Miguel. Cedo, sin embargo, a la tentación de copiar aquí una parte del expresivo informe que rindió un nuevo enviado del Obispo: “... El cura acajetano se truena los dedos y rechina los dientes... Toda la nieve de los volcanes no es suficiente para refrigerar su pecho...”.

Séame ahora permitido dar una explicación final. He contado las desventuras del cura de Acajete para mostrar que en cosas de castidad contravenida todo tiempo pasado fue igual.

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