Una historia de don Juan (3)
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¡Cómo insultó don Juan Peruno a aquel muchacho que nada le había hecho! Le dijo “no vales madre”, expresión que a pesar del adverbio negativo equivale a decir: “vales madre”. Lo llamó con fuertes palabras terminadas en -ejo y -ón, y remató aquel largo desfile de dicterios con una mentada, insulto el más sonoroso y más pesado. ¡Lo que hace el alcohol!
El muchacho era prudente, con esa prudencia que no es cobardía sino contención de sí mismo. Sin responder salió de la cantina -ahí había tenido lugar el desafuero- y quedó el tío Juan mascullando entre dientes (que es como mejor se puede mascullar) sus pestes y sus pésetes.
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Días después iba don Juan a su labor, el azadón al hombro, como siempre, cuando ¿con quién se topa? Pues nada menos que con Gualberto Ruiz, el muchacho a quien había denostado en la taberna. ¡Qué mal encuentro! Venía Gualberto con sus vacas, a las que había llevado a beber agua, y cuando vio a don Juan puso en el rostro una expresión que al pobre viejo hizo temer lo peor. Y ni cómo evitar el encuentro, pues era angosta la calleja, y para devolverse era muy tarde ya.
-Buenos días, tío Juan.
-Buenos, días sobrino. ¿Di’ónde vienes?
-De darles agua a los animales.
-Qué güeno. Ojalá y hayan bebido a su satisfaición. Bueno, sobrino, ya nos vemos. Muchas saludes en tu casa.
-Espérese, tío Juan. No se me vaya. Repítame ‘ora lo que me dijo en la cantina.
-¿Qué te dije, sobrino?
-¿Cómo que qué me dijo? Pos me insultó; quesque soy esto y l’otro; quesque valgo madre.
-Vieras que no me acuerdo.
-Cómo no. Me dijo la del cabrito.
-Pos no me acuerdo, sobrino.
-Acuérdese, qué no. Hasta me recordó la madre.
-De veras, no me acuerdo.
En eso las vacas se habían adelantado, y un par de ellas andaban como queriéndose meter en la huerta de una vecina con fama de enredadora y peleonera. Eso inquietó al muchacho, que un ojo tenía en don Juan y otro en sus vacas. Lo advirtió el tío Juan y aprovechó la coyuntura:
-Bueno, sobrino; a’i nos vimos. Saludes en tu casa.
Y se escurrió pegadito a la pared, temeroso hasta de rozarse con el ceñudo muchacho. Éste no tuvo ya más que dejar al tío para ir a poner en orden su ganado.
Don Juan Peruno se alejó de prisa, no fuera que el tal se devolviera y se la hiciera de broncas otra vez. Los vecinos se sorprendieron al verlo caminar tan presuroso -así no caminaba nunca-, y más cuando no se detuvo a saludar a nadie, ni a trabar con ellos la usual conversación. A nadie veía el tío Juan; iba como si lo siguiera el diablo.
Al filo del mediodía regresó al pueblo. Con cauteloso paso se acercó a la cantina, y con cuidado aún mayor abrió la puerta de persianas y se asomó hacia el interior, dispuesto a la retirada en caso de que su joven enemigo se encontrara ahí. Por fortuna no estaba Ruiz, de modo que entró don Juan y todavía con el soponcio le pidió al cantinero:
-Dame una cervecita para quitarme el susto, manito. ¡Vieras que trago tan ingrato me acabo de pasar¡
-¿Pos qué le sucedió, tío?
-Anda, que me voy encontrando a Gualberto Ruiz en la calle del panteón, y que me reclama lo del otro día, de la vez que le eché maldiciones aquí mero.
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-Qué barbaridad, tío. Y usté ¿qué hizo?
Dio un largo trago a su cerveza el tío Juan, se enjugó la boca con la manga de la camisa y respondió.
-¿Pos qué querías que hiciera, mano? ¡Le metí al no me acuerdo y ahí me amacizé! FIN.