Venezuela, Cuba y Nicaragua, trágicos espejos del totalitarismo
Se llamaba Galatea. Era una joven mujer dueña de opulento busto cuyas ebúrneas y turgentes redondeces podían apreciarse a simple vista gracias –muchas gracias– al pronunciado escote del vestido que lucía la venturosa propietaria del mencionado encanto pectoral. Se topó Galatea con don Cucurulo, caballero de edad madura, vecino suyo, el cual conservaba las costumbres de antes y se conducía según los cánones fijados por el señor Carreño en su Manual de Urbanidad y Buenas Maneras, pero que nunca perdió el interés que todo varón con el alma en su almario siente por la belleza femenina. Le dijo don Cucurulo a Galatea: “Beso a usted las manos, señorita”. Y añadió en seguida: “Claro, como segunda opción”... Yo no digo que no si sí. Uso esa expresión popular vehementemente afirmativa para expresar mi idea en el sentido de que nos debe preocupar, naturalmente, la cercana elección presidencial de Estados Unidos, por la ominosa posibilidad de que llegue otra vez a la Casa Blanca ese patán fascista, xenófobo y racista de nombre Donald Trump, enemigo de México y de los mexicanos, con excepción de López Obrador: el que manda no se enemista nunca con el que lo obedece. En igual forma ha de ser motivo de inquietud para nosotros la elección habida en Venezuela, pues nos enseña los extremos a que puede llegar un dictador para mantenerse en el poder, y en eso, aunque en distinta tesitura, andamos nosotros. Lo que más ha de alarmarnos, sin embargo, es la sobrerrepresentación que la 4T está buscando mediante mañosas interpretaciones al artículo constitucional respectivo. Si la obtiene podría modificar a su capricho la ley máxima e instaurar en nuestro país un totalitarismo de Estado que anularía las instituciones autónomas, convertiría al Poder Judicial en su instrumento y atentaría contra el ejercicio democrático tan trabajosamente conseguido tras grandes esfuerzos y sacrificios. “Mírate en ese espejo”, me decía mi madre mostrándome al borrachín del barrio después de alguna de mis primeras farras juveniles. Yo veía al Chéforo –Nicéforo se llamaba el temulento–, midiendo paredes, o sea sosteniéndose en ellas con ambas manos para no caer, hirsuta la pelambre, el pantalón meado, farfullando maldiciones que abarcaban al universo entero, y me prometía peinarme bien, ir con oportunidad al mingitorio y maldecir sólo a personas conocidas. En el espejo de Venezuela, Cuba y Nicaragua debemos mirarnos quienes en México vivimos. Nuestro país no está vacunado contra la dictadura, y la vecindad con el país del norte no es motivo suficiente para decir que a nosotros no nos puede pasar lo sucedido en aquellas tres naciones, ayer libres, así fuera con los problemas que trae consigo la libertad, hoy esclavas con todos los males que derivan de la supremacía del Estado sobre los ciudadanos. Mirémonos en esos trágicos espejos. El peligro de ser uno más de ellos está más cerca de lo que creemos... ¡Uta, insensato escribidor! Esta última frase me provocó una conmoción en el píloro que de seguro traerá consigo ingratas consecuencias. Relata un último chascarrillo, a ver si su ligereza alivia ese estremecimiento... Cierto individuo llegó a una fonda chiquita que parecía restaurante y le pidió a la mesera un café. Lo trajo la muchacha, pero al llegar a la mesa tropezó y derramó todo el líquido en el regazo del sujeto. “¡Discúlpeme, señor!” –exclamó llena de pena la mesera–. “No hay problema –respondió con afabilidad el cliente–. Sólo dime una cosa: el café que me trajiste, y que me cayó en la entrepierna, ¿era regular o descafeinado?”. “Regular” –contestó la chica–. “¡Magnífico! –se alegró el tipo–. Así estará despierta toda la noche”... FIN.
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