La singular forma de gobernar de López Obrador privilegia lo que su idea del deber dicta sin importar evidencia. Por sus propias palabras conocemos que la decisión de cancelar la obra del aeropuerto de Texcoco no sólo se hizo sin mediar estudio o diagnóstico; la opinión de sus colaboradores tampoco importó. Sin importar razones ni costos, pensó que una determinación de tal naturaleza le permitiría definir desde el principio su relación con los hombres más ricos del país, muchos de ellos involucrados en la obra.
El poder presidencial da para todo, incluso frenar una obra pública costosísima, necesaria y emblemática del régimen que terminaba. La indemnización fue generosa y a costa de los usuarios, presentes y futuros, del aeropuerto Benito Juárez, a pesar de haberlos señalado como corruptos y ventajosos.
El presidente López Obrador tiene ideas fijas y a partir de ellas actúa. Ha aprendido muy poco del ejercicio del gobierno y ha ratificado mucho su idea sobre el ejercicio vertical, autoritario y discrecional del poder presidencial. Se regocija en el deterioro de la oposición formal, del servilismo de las élites y del apoyo popular a partir del ejercicio abusivo y autoritario del poder presidencial.
El Presidente, a menos de seis meses del ungimiento del candidato o candidata presidencial y a 18 meses de la entrega del poder, resolvió comprar 80 por ciento de la generación de la empresa global Iberdrola. Un triunfo para él y una ratificación a la visión estatista del régimen, aunque el pago correrá a cuenta no de su gobierno, sino de las administraciones futuras. En perspectiva, no fue una mala compra, pero las condiciones de rentabilidad de la empresa privada cambian por la deficiente capacidad gerencial y por los privilegios laborales en la CFE.
Por su parte, Iberdrola resuelve a alto costo su desencuentro con las autoridades, supera diversos litigios en curso y obtendrá capital para apuntalar su apuesta a las energías limpias; lamentablemente mucho de ello irá a EU, país que sí ofrece certeza y confianza. México compra unidades de generación de ciclo combinado, pero no el potencial innovador y empresarial de Iberdrola que tanto vale y poco aprecia Manuel Bartlett, quien dirige con todo el apoyo presidencial la empresa estatal.
Efectivamente, quien más gana es la CFE; no paga por la compra, lo hace el país con cargo al fondo de inversión en infraestructura. La recuperación del gasto no estará en el cálculo de los resultados, sí para el país. De alguna manera, los 120 mil millones de pesos habrán de pagarse y, al igual que con los gobiernos de antes, lo harán las generaciones futuras, una manera poco elegante de saludar con sombrero ajeno.
De cualquier manera, el presidente López Obrador se alza con un importante triunfo en su visión de cómo debe ser el sector eléctrico. Sería deseable que con esa victoria se reemprendiera una postura más flexible y amigable al empresario privado, incluyendo a la misma Iberdrola para ampliar la inversión en energías limpias. Por cierto, en los números globales, la compañía española mejora su presencia como una empresa comprometida con la generación a partir de energías limpias, atributo de la mayor importancia en la transición energética a la que se ha comprometido el mundo.
En una perspectiva de momento, la operación favorece más al comprador que al vendedor, sin embargo, en términos futuros, el beneficio es mayor para la empresa que para el gobierno, precisamente por la transición energética en curso. México, a costa de los pagos en el futuro, apostó al pasado y a la popularidad del Presidente; Iberdrola lo hizo al futuro y a las energías limpias. Como tal, ganó Manuel Bartlett, pierden Rogelio Ramírez de la O y Jorge Mendoza de Banobras; pero más que ellos, los mexicanos, quienes habrán de fondear el singularísimo ímpetu inversor del presidente López Obrador.