¿Y qué culpa tiene la Mona Lisa?
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Hace diez años alcancé uno de mis sueños más acariciados (no, el de salir con Belinda sigue pendiente). Hablo de visitar el mítico cuadro de la Mona Lisa.
Desde luego, usted me podrá decir que el Museo del Louvre alberga cientos (miles) de obras mucho más interesantes, grandiosas o monumentales que el pequeño cuadro renacentista (y le aseguro que vi tantas como me fue posible).
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Pero también usted me habrá de admitir que no hay imagen más icónica, mundialmente reconocible, querida y “pop” en todo el acervo que el retrato de doña Lisa del Giocondo.
Me tocó verla en uno de sus días malos (que son por desgracia la mayoría), uno de esos tantos en los que tiene que soportar con su socarrona sonrisa y desde su prisión de cristal la vista de un centenar de simplones como yo (aunque casi todos eran asiáticos), tomando instantáneas y sacándose selfies.
Aunque contemplación no significa necesariamente entendimiento para una pieza de arte, creo que no hay mejor destino para una obra que ser objeto de esta veneración. Pero esta suerte deja de ser deseable cuando la misma adoración popular que la vuelve valiosa y objeto de toda clase de resguardos, la convierte en el blanco de quienes buscan agenciarse algo de su brillo para disimular su propia mediocridad.
Me refiero desde luego a los ataques que diversas obras de arte patrimonio de la humanidad han sufrido a manos de miembros de diversos grupos de activistas, casi todos vinculados o motivados por causas ecologistas, pese a que la experiencia ya les debería haber enseñado que estas protestas en vez de simpatías, les ganan el rechazo global.
Luego de ver a un pelos verdes arrojando sopa o pintura a alguna obra maestra, dan ganas de aplastar al último ajolotito sobre la Tierra o de hacer ceviche con la última jodida vaquita marina nomás para ver con qué puchero lloran estos pseudoambientalistas.
Hace cosa de un mes, unos engendrillos “aliades” de Greta Thunberg la emprendieron con sopa contra el celebérrimo cuadro de Leonardo que por fortuna está protegido hace décadas detrás de un vidrio que durará hasta el Día del Juicio Final.
Así que “les activistes” lo que consiguieron además de ser “arrestades” fue que el museo gastase cuatro euros más de su presupuesto en “windex”.
En otro viaje pude visitar la National Gallery de Londres y nada me cautivó como la Venus en el Espejo, de Velázquez, a la que me quedé contemplando en silencio y −ésta sí− en relativa soledad y calma durante casi media hora.
El año pasado, dos activistas de “Just Stop Oil” atacaron el cuadro a martillazos.
Sus peticiones suelen ser por demás irracionales: No sólo nadie está dispuesto a acatarlas chantajeado por el amago de la destrucción del arte, sino que además no podrían llevarse a la práctica sin arrastrar a la muerte o a la hambruna a prácticamente toda la humanidad.
Dejar de utilizar petróleo, sus derivados y subproductos a la voz de ya suena muy bonito y deseable, pero es imposible hacerlo sin sacrificar la vida de millones de seres humanos.
Por moderna que parezca nuestra tecnología, los insumos más elementales tienen que ser llevados desde donde se producen hasta donde se necesitan, ya sea al pueblo vecino o a las antípodas y ello tiene que hacerse a la antigüita, en barco, en avión o sobre ruedas y todos los medios queman combustibles fósiles sí o sí.
Ni siquiera podemos prescindir de los plásticos sin poner en jaque toda la industria alimenticia y farmacéutica. Pero el puro y simple pequeño detalle del transporte basta para paralizar la vida y el mundo como los conocemos, con un apocalipsis de sufrimiento y miseria a escala global como jamás se ha visto en la Historia.
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Así que ya pueden “les activistes” cargarse con todo el arte clásico, barroco o impresionista (ojalá mejor la emprendieran contra la obra infame de Jeff Koons, Keith Haring o Yoko Ono, pero saben que así a nadie le importaría). De todas formas no vamos a renunciar al petróleo así como así, en tanto la tecnología alternativa no esté lista para suplir con igual eficiencia la quema de hidrocarburos. El problema del cambio climático es grave, sí, pero no se resuelve regresando a ocho millones de seres humanos a la época de las cavernas. Es una cuestión de supervivencia y de elemental sentido común. Sorry, not sorry.
Aunque rara vez pensemos en ello, vivimos en el siglo 21 no gracias a los prodigios de nuestra era, sino gracias a que alguien recorrió miles de kilómetros por tierra, mar o aire para que nos fueran accesibles. Nuestra ropa, nuestros gadgets electrónicos, nuestros medicamentos y todas nuestras infinitas opciones alimentarias que tenemos son posibles gracias a un camionero probablemente obeso y sudoroso, pero no obstante, valiente.
Cansados de estar a merced del crimen organizado, los transportistas de México, emplazaron a huelga para presionar al Gobierno de la República a que atienda sus demandas, que no son sino el más legítimo reclamo de protección.
El gremio del transporte llamó a un paro nacional porque las carreteras nunca habían sido tan inseguras como durante el presente sexenio. El Gobierno conjuró la huelga asegurando que se atendería el problema de inmediato, problema cuya existencia no fue esta vez negada por el Presidente, quizás porque sabe que a los camioneros no les va a contar las muelas como hace con los televidentes de su show matinal.
Y es que AMLO podrá decir misa desde su presidencial altar, pero un paro nacional sería una catástrofe con la que, le aseguro, no queremos lidiar. Es una demanda que tiene que atender necesariamente, y no con una socarrona salida retórica como acostumbra hacer con todos los demás pendientes que tiene en su haber y que por necesidad heredará íntegros a su sucesora.
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La nota del emplazamiento a huelga de los transportistas seguramente le pasó desapercibida entre el marasmo informativo acostumbrado, pero me pareció pertinente destacarla porque, pese a cualquier argumento que nos pueda dar el Presidente por las mañanas y por más que lo repita su corcholata y caja de resonancia, su política en materia de seguridad es un completo fracaso.
Como dijo alguien por ahí, la paz de AMLO ya cobró más vidas que la guerra de Calderón y no es ni con mucho el precio más elevado que podríamos pagar. Sólo imagine un país paralizado y la escasez que de allí podría derivar, todo por el empecinamiento de un viejo que es más necio y estrecho de entendimiento que los activistas de museo que creen que a base de berrinches puede cambiar la realidad.