Pasa en las mejores familias

Artes
/ 29 septiembre 2015

Un texto de César Elizondo para la campaña LEER MATA


Al amanecer de aquel último día de su amorío, él permanecía como cosa inanimada en nuestra cama al lado de ella, así como amanecen los hombres luego de una larga noche pasional. Le había resultado un conveniente alivió que yo continuara en un viaje de trabajo, también le facilitaba las cosas el que nuestros hijos estuvieran en una edad en la que ya no necesitaban de ella para todo, pero que donde todavía en su inocencia no les interesaba unir cabos para entender porque mamá estaba tan rara últimamente, como ausente.
    Luego supe que para ella era una sensación agridulce, había decidido que aquella noche pondría punto final a su fantástica y apasionada relación. Y es que sin excepción alguna, todos los finales dejan vacíos y ciertamente hay cuestiones para los que concluirlas nada tiene que ver con alcanzar una meta. Dicen que el ansiado premio o la evasiva recompensa siempre hay que buscarlos en el camino porque típicamente en esta vida, al final no puedes volver atrás. Aunque para este caso en particular ella si podría regresar si así lo decidiera; pero, ¿Querría hacerlo?
    No la culpes por gozar al máximo de ese placer que, aunque está al alcance de casi todos, no todos saben disfrutar en la vida; de eso que a veces se hace sin pensar pero que es mil veces más disfrutable si se hace con plena conciencia, de algo que habitualmente hacemos en la cama, pero que igual lo hicimos en todas partes: Desde el viejo sillón de la casa de sus padres hasta en algún olvidado rincón de una oficina pública; de eso que en algún momento de la vida, hay quienes lo hacen más por obligación que por placer, y que se convierte en un falso placer hacerlo en la pegajosa arena de una playa. Pero volvamos al cuento:
    Como venía siendo desde semanas atrás, pero sin duda por última vez, todo el día esperaría ansiosa a que llegase la noche para entregarse nuevamente a él. Presurosa y no sin cierta culpabilidad despachó a nuestros hijos para el colegio rápidamente y un poco más tarde salió a trabajar sin poner en su arreglo personal la atención que le caracterizaba desde su todavía atisbada juventud. También igual que a últimas fechas, mal hizo sus tareas en aquella jornada laboral dónde se sorprendía una y otra vez imaginándose sobre nuestra cama con su reciente, efímero, y ya pronto, ex amor. Sus pensamientos regresaban a él en automático y no la dejaban concentrarse en nada ni en nadie. ¿Era eso normal?
    Ya le había pasado anteriormente en más ocasiones de las que podría ella recordar. De hecho, hoy sé de otro intenso amorío que tuvo pocos días antes de casarnos. En aquella ocasión había argüido los clásicos nervios de novia para mantenerme alejado en las vísperas, y así pudo entregarse a un amor alternativo. Distintas e ingeniosas salidas y explicaciones había encontrado otras veces, y una y otra vez se salía con la suya ante mí, creyendo que no me percataba de su falta de atención cuando se enredaba nuevamente. Y siempre había existido una constante: Desde un primer contacto ella se dejaba envolver por ellos y conforme más los conocía, menos los podía dejar. Pero no deberías juzgarla tan duro, estimado lector. ¿Quién lanza piedras a una mujer por ser apasionada?
    Y se hizo de noche. Llegó presurosa a la casa donde otra vez atendió a nuestros hijos con más prisas que conciencia, poco caso puso en el contenido de las tareas a revisar y distraídamente estampó la rúbrica en los trabajos de los vástagos para poner fin al día convencional; y tuvo un sentimiento de culpa al mandarlos a dormir temprano siendo que ellos habían terminado sus deberes y querían ver la televisión. Ni siquiera vio su teléfono móvil para consultar mensajes en toda clase de redes sociales; más de cien mensajes en una decena de conversaciones se quedarían sin leer hasta el siguiente día, incluido ahí un mensaje mío, dónde le informaba que ya venía de camino en un regreso antes de lo previsto.
    Nuevamente y sin saber de mi regreso, abrigó culpabilidad al sentirse agradecida por la conveniente falta del marido ausente. Pero de cualquier modo, sabía que tenía una cita en nuestra misma cama y que nada en el mundo podría echar abajo sus planes.
    Pero ya estaba yo ahí, espiando a través de las ventanas. La vi entrar en nuestra recamara y coquetamente fingió no verlo. Pasó de largo hasta el vestidor y tras breves minutos apareció con sus prendas preferidas para la ocasión. Ya no fingía, y lo observó por última vez junto a nuestra cama: Imponente, interesante, robusto, y con un clavel en la solapa. Entonces fue que lo tomo entre sus manos, y se recostó. Y luego de un prolongado suspiro, abrió su libro para empezar a leer el capítulo final de esa historia que tanto le apasionó desde la primera vez que hojeó aquella obra. Sigilosamente, entré en la casa y sin que ella se diera cuenta me recosté en el sofá, y deje que disfrutara de su amor a los libros y el placer de la lectura mientras yo descansaba de mi viaje.


César Elizondo
Saltillo, Coahuila
Columnista en 360 La Revista, de VANGUARDIA
cesarelizondo.blogspot.mx
 

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