Eduardo Milán: poesía neobarroca latinoamericana II
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Ayer Milán se despidió de la FILA 2015, pero nuestro colaborador Javier Treviño nos recuerda su trabajo
Nuestra poesía es difícil de leer, somos relativamente desconocidos y aislados, no vendemos, no hacemos dinero, muchos de nosotros estamos en bancarrota (afortunadamente yo no), estamos constituidos por diferentes razas, sexos, orientaciones sexuales, religiones, nacionalidades y etnias, y así cuando escribimos nuestras performances se encuentran en todo lugar, aún en más formas que una, somos realistas: hay una forma de sabiduría neo-barroca que sabe cómo vivir, o quizás sobrevivir, en el mundo moderno. Nuestro trabajo es abierto y andrógino, difícil de colocar. Aceptamos, por razones didácticas, el sello de neo-barroco, pero rechazamos esa limitación (www.revistasolnegro.com).
Esto dice José Kozer -el poeta cubano radicado desde hace muchos años en Nueva York- con cierta arrogancia, pero con alguna razón. Y aunque habla en la primera persona de un ambiguo plural, lo que dice podría ser aplicable a muchos de los autores que conforman ese archipiélago que la crítica llama poesía neo-barroca, incluido el uruguayo/mexicano Eduardo Milán.
Para tratar de entendernos, hay que decir que lo neo-barroco recoge una herencia múltiple, desde el zeitgeist de los Siglos de Oro españoles hasta el principio de incertidumbre de la posmodernidad, desde el desengaño áureo -y perenne- hasta el actual desencanto, desde el meandro significativo de Góngora y el demencial galimatías simbólico del Bosco hasta el ideograma poético de Pound, el nonsense de Joyce y la paralela realidad virtual, pasando por todo lo que ha sucedido desde siempre en el mundo.
Pero, para centrarnos un poco, hay que decir que Eduardo Milán es un poeta que merece un trato aparte, sin que esto signifique que otros nuevos neobarrocos no sean por demás interesantes. Y para entrar en la obra de Milán es necesario subrayar algo que quizá resulte un tanto punzante para muchos: la poesía contemporánea no es la de la época de Rubén Darío, Amado Nervo o Manuel Acuña. Es preciso decirlo de una vez por todas: la poesía, como todo en el mundo, ha cambiado, y ha cambiado desde hace mucho tiempo, a pesar de que el grueso de los lectores, para decirlo suavemente, se haya quedado atorado en un romanticismo y un modernismo ya exhaustos desde hace muchos años.
En América Latina y durante las primeras décadas del siglo XX, poetas como el chileno Vicente Huidobro, el mexicano José Juan Tablada, el peruano César Vallejo, el argentino Leopoldo Lugones, y otros más, ventilaron la casa de nuestra poesía para dejar entrar a los cuatro vientos sin quemar una sola nave. Muchos fueron tachados de extranjerizantes o, como nuestros Contemporáneos, de afrancesados, pero hoy, después de la ráfaga del surrealismo y de otras tantas corrientes y circunstancias globales, tal acusación no puede ser calificada sino de ridícula. En este momento, hasta el rap sería una forma poética digna de tomarse en cuenta, como lo es el rock desde hace lustros.
Eduardo Milán (Uruguay, 1952) es un poeta de larga trayectoria que hereda una tradición abundante y multiforme. ¿Autor de difícil lectura? Sí, pero eso no lo convierte en un artista inexpugnable y hermético. Exiliado en México desde 1979 debido a la dictadura militar que azotó a su país, Milán ha venido trabajando el poema de manera casi exquisita. El adjetivo no pretende etiquetarlo: la obra de un poeta como éste apenas admite la etiqueta de neo-barroco.
Desde sus primeras obras Eduardo Milán ha mostrado su capacidad para asimilar la tradición, pero también su talento para, a partir de ella, construir una obra propia y digamos original, incluso dentro de ese nutrido grupo de poetas neobarrocos. Las vanguardias y la cuantiosa mina de la poesía occidental anterior a éstas han nutrido la obra de este autor de un constante disenso. Porque su poesía es eso: un disentir perenne, no sólo poético y lingüístico sino también político.
En Milán se combinan el crítico y el artista, el teórico y el poeta, aunque siempre domina la voz de este último. Colaborador de la revista Vuelta, en tiempos de Octavio Paz, Milán ejerció, siempre con brillantez, la reflexión en torno de la poesía y de todo lo que a ella incumbe, es decir, la vida de los hombres. Resultaba evidente que el autor de esos textos cavilosos era un poeta: nadie escribe mejor sobre la poesía que uno de sus adeptos. Sus reflexiones apuntaban hacia una poética que en él y en muchos sigue vigente: cuidado con lo poético, como diría Edgardo Dobry en un comentario sobre la obra de Milán:
Lo poético se constituye desde hace tiempo en el principal enemigo del poema, pero no es sencillo asumir el imperativo de negarlo, de hacerle oídos sordos. Lo poético es la sirena más seductora, crea la ilusión de una verdad o una certeza, o una emoción por ella herida y registrada. Lo poético fue el fundamento del poema en los dos últimos siglos hasta que recientemente se agotó como un yacimiento fósil abusado y encarecido por su secamiento. El poema de Milán está más allá de lo poético, no lo supone ni lo evita, sencillamente se ubica de entrada en otro plano (Disenso, FCE, pp. 242-243).