A los viejos y tercos nos gusta mentirles a los jóvenes
¿En qué momento, cuando envejecemos, nos da por andar regalando sermones que nadie pidió y reclamándole a los jóvenes por todo? Este relato/cuento explora esta situación.
A los viejos nos gusta mentirles a los jóvenes. Detenerlos súbitamente cuando los vemos corriendo, cuando en sus ojos hay pólvora que se quema sin consumirse y traen el corazón explotando en las manos. Nos recuerdan a nosotros mismos, pensamos. A los viejos buenos tiempos, refunfuñamos. Los únicos tiempos, soltamos de la dentadura cansada. Nos dan envidia, de forma cierta y profunda, pero no nos gusta reconocer eso.
En su lugar les decimos, por ejemplo, que no se preocupen ahora, que no quieran vivir tan de prisa, que ya podrán comerse el mundo a puños y que llegará el momento correcto. Porque nos encanta escupir esa frase de que nada es casualidad, incluso si ahora no se dan cuenta. Siempre hay un momento correcto para todo. Pero conforme la juventud se pierde, y se pierden las ganas y la suerte, uno se va justificando con que todo tiene un por qué, con que siempre todo está planeado por una fuerza invisible que no podemos ver, con que todo pasará como debe pasar, pero no ahora, no como quieres, no como esperas. Todo a su momento. Todo por misteriosas formas. Y sino pasa, es porque así es mejor. Porque incluso en la miseria y en el sacrificio uno debe aprender a dar gracias.
Muchacho, no te apresures. Mira cómo vas con la cara colorada, la camisa por fuera y sin peinar. Ya habrá tiempo, ahora ve y cumple con tus obligaciones, que es lo único a lo que te debes. Ya cuando tengas mi edad puedes hacer con tu cola un reguilete si quieres. Me lo dijo mi abuelo cuando mis primos y yo, a los 18 años, uy, hace cuánto ya y todavía lo tengo aquí en la cabezota, planeamos un viaje a Chile. Queríamos quedarnos en hoteles baratos, conocer amores efímeros y embrutecedores, pasear por callejones oscuros, entrar a bares y beber hasta el amanecer. Queríamos conocer Atacama, aunque si íbamos en invierno la mejor opción era el Valle Nevado
Qué carajo. Iríamos a ambos. Y Valparaíso. No podía faltar Valparaíso. Martín habló de la Isla de Pascua, Gaby de broncearse en Viña del Mar y al resto nos daba un poco igual mientras no estuviera todo planeado. Porque las cosas no planeadas salen mejor, dice uno de joven. Naná, la mayor de todos con 21 años, dijo algo sobre ir a Tierra del Fuego y ver la manera de cruzar a la Argentina. Pero ‘buelo Nacho nos escuchó y me agarró en las escaleras cuando bajé por mi computadora para buscar los vuelos en internet. No te apresures, dijo. Y de ahí se agarró parejo y encabronado. O más bien indignado. No sé.
Muchacho, dijo con su voz bochornosa y nefasta, no te apures. Ya habrá tiempo, dijo y asintió sin que alguien le preguntara nada. Apoyado en mi hombro subió hasta el balcón donde estábamos. Y nos habló de sus tiempos. De cuando las cosas se hacían bien porque no había otra manera de hacerlo. Como que él, siendo el mayor de nueve hermanos, tuvo que trabajar desde niño recogiendo candelilla en el cerro del Chaparrón y en Cedros y en el Cobre y todavía en Ramos Arizpe cuando se mudaron para Coahuila. Y que las cantinas y bares no son lugares para mujercitas de bien como sus nietas. Y que ningún descendiente suyo va andar en callejones todos miados ni en lugares donde sirvan mariscos que te pueden intoxicar. Escúchenme bien, yo sé lo que les digo que estas canas no mienten. Si quieren llegar a viejos como yo duden de todos los mariscos porque los pueden llevar al hospital en un santiamén. Y repeló del viaje. ‘Buelo Nacho repelaba de todo. Dijo que esas cosas que queríamos hacer las decimos porque no habíamos vivido realmente, que lo teníamos muy fácil ahora y que de no ser por el internet no se nos ocurría tanta pendejada. A Naná le dijo que mejor pensara en ir consiguiendo marido para tener hijos; para lo demás ya habrá tiempo, mija. A Martín que estudiar administración no era una carrera de verdad, que mejor se cambiará a una ingeniería porque para lo demás, cuando sea jefe y gane dinero de verdad que sude con su cuerpo ya habrá tiempo para todo. Irse de mochilazo, dijo, es una de esas locuras que no entiendo de la juventud. Nomás va uno a malgastar dinero que no tiene. ¿Ya tienen ahorrado o nomás le van a pedir a sus papás? Así no. Imagínate que le hubiera dicho yo eso a Papá. De un revés me hubiera puesto de patitas al trabajo para no andar soñando con esas tarugadas, pues. ¿Para qué ir a Chile si no conocíamos nuestro propio país? Y se rió cuando mi primo no supo responderle de memoria la capital de todos los estados. Primero aprende geografía, a mi me metieron esos nombres a punta de chingazos y levantada de patillas. Los maestros de antes sí eran maestros, no como ahora. Aprende, mijito, aprende cosas útiles, para lo demás ya habrá tiempo. Prendió un cigarro mientras todos lo veíamos en silencio. Porque estaba mal que a papá Nacho le respondiéramos sin permiso. Y siempre lo teníamos que ver a los ojos aunque nos estuviera regañando.
A Gaby le dijo que alguien como ella, tan inteligente como su mamá, debería pensar en ir a visitar museos y hablar de Miguel Ángel y Leonardo da Vinci en vez de pensar en enseñar de más en la playa. A mi me dijo que dejara de ver caricaturas, que primero aprendiera a aplacar mis greñas, que ya va siendo hora de que madures, mijito, ya eres un hombre. Mira nomás cómo traes esos Zapatos. ¿Así sales a la calle?, ¿no te da vergüenza? Nos dijo todo eso sin mirarnos realmente. O se asomaba hacia la calle o se quedaba perdido en el cigarro, como si el humo o la ceniza le dieran algún tipo de razón irrefutable. Como si no quisiera sostenernos la mirada, como si no pudiera.
No estoy seguro de que le hayamos creído del todo. No recuerdo el motivo, para ser sincero. Con la edad uno va olvidando detalles, aunque se quedan ciertas sensaciones. Mis primos y yo no viajamos a Chile ese año. Ni el siguiente. Ni el que vino después. Y hoy la verdad es que estoy muy cansado como para querer viajar tantos kilómetros. ¿Dónde voy a ir al baño en un vuelo tan largo? Me aburro de todo. Y no soporto los lugares con mucha gente.
Cuando papá Nacho murió, todos fuimos a su funeral. Lloré mucho. Abracé a mis papás, a mis tías, a mis primos. Antes de que cerraran el ataúd, lo vi por última vez y me parecía que estaba entumecido, como si tuviera frío, aunque la tarde que se extendía contra el cielo era bochornosa, jodona, pesada, como su voz de viejo que no más se la pasaba chingue y chingue... con todo respeto. Eso sí. Ya no pasaría los días planchando sus pantalones con raya por en medio, ni pintándose cuidadosamente la barba para que no se le vieran las canas, aunque su cabello sí era todo blanco. Ya no pondría las noticias del mediodía a la hora de comer ni diría terco que el café, el verdadero café, va sin azúcar. Los años pasan muy rápido. Nunca tramité pasaporte ni visa. Armando ya tiene diabetes. Martín es guarura del gobernador. Gaby no conoce el mar todavía, pero quiere llevar a su hijo el año que entra. Naná es enfermera del IMSS. Yo tengo que ir cada vez con ella para que me surta las pastillas para la presión.
¿Cuándo se hace uno viejo? No sé por qué recuerdo esto ahora mismo. En particular no sé porque me acordé de repente de ‘buelo Nacho. Lo que sí pienso es que quizá se arrepintió de algo que no alcanzó a decirle a nadie, pero no tuvo el tiempo que tanto quería tener para pedir perdón. Lo más chistoso fue cuando lo encontraron muerto en el baño de su casa. Lo mató una diarrea. Y no es un chiste. Resulta que mucha gente se muere así. Ni la caca ni la vejez ni el coraje ni la muerte avisan.
Los viejos también me mintieron a mi. Me acuerdo que a los veintisabecuántos yo quería la revolución y tumbar a los tiranos y gritarle al mundo que así es como se hacían las cosas, que no hacía falta mucho conocimiento de casi nada, que no hacía falta esperar, que no hacen falta excusas. Y me salía a la calle en sandalias, sin peinar, con la camisa abierta mostrando un pecho lampiño, los pantalones rotos, dejaba en casa los lentes graduados que me había comprado mamá porque me daba vergüenza que me vieran con lentes. Sabe por qué. Y andaba del tingo al tango, por toda la de Victoria. El centro de operaciones rebeldes era una estatua de Benito Juárez que está en la Alameda. Por la mañana ahí se juntaban los morros de la Narva. Y nosotros, ya más rucones, llegábamos por la tarde. Y decíamos que Benito sí había sido chingón porque se robó la silla presidencial y la trajo por todos lados con tal de no vender al país a una bola de corruptos. Y decíamos que eso había que hacer en Coahuila, porque ya desde entonces, sería 2005 o 2007 más o menos, ya se oía con más miedo que humor de familias politicomafiosonas. Bueno. Siempre se ha dicho eso. Pero cuando uno de morro lo oye por primera vez se le enciende un coraje raro de justicia absurda. Y son los viejos, los que años antes nos decían que siguiéramos nuestros sueños, los que nos decían que podíamos ser lo que quisiéramos, los que nos decían que no dejáramos que nadie nos robara la chispa, son ellos los que nos pedían mantenernos auténticos y nunca conformistas, que nos pedían comernos el mundo a todo momento, ellos son los que brincan y se asustan. Y te dicen sí, que eso es cierto, pero que primero había que trabajar, que primero hay que ser buen ciudadano, que primero hay que cumplir la ley, que hay que dar los buenos días, servirle a la sociedad, y que al principio hay que agachar la cabeza, porque primero hay que encajar y luego ya, en tu tiempo libre, si es que tienes algo de tiempo libre, hacer una cosita o dos para no aburrirte y que es ahí donde puedes ser todo lo libre que quieras. Lo que quieren decir pero no te dicen es que te dejes de tanta mamada. Mi jefita en esos años me cachó que tenía escondido un manifiesto comunista. Lo tenía abajo de la cama. Lo halló y me dijo cuanta cosa. Me agarró de las greñas. Prendió la estufa y me obligó a mirar cómo se quemaba el librito de bolsillo aquel.
Este mugrero que lees es el que te llena la cabeza de pura tontería, César. Ya no eres un niño, ¿no te da vergüenza andar todo así en la calle nomás mírate? Y le llovían los ojos a mi jefita. Que porque qué iba a decir la gente, que si no tenía para comprar zapatos, que si estaba loquito, que si todo.
Ahí sí que me acordé de ‘buelo Nacho. Decían lo mismo, pero la voz de mi jefita sí estaba emperradísima. Me obligó a irme a la macabra con mi tío Rodolfo. Y se aventó una verdad que me pareció mentira y ahorita no sé qué es: Quieres andar defendiendo al proletariado y esas cosas, vete a ganar el pan como un obrero de verdad. A ver si te gusta y todavía tienes ganas de andar de ridículo todo guandajo en la calle cuando llegues de trabajar. Ahí te quiero ver. A ver si es cierto. Esa misma mujer me había dicho tiempo atrás que no dejara que nadie, ni ella, me dijera cómo tenía que vivir mi vida. Pero ya ven. Los viejos somos todos unos mentirosos y ponemos pretextos para todo. Los adultos creemos que estamos ocupados todo el tiempo y que siempre tenemos algo que hacer que es más importante que lo que realmente quisiéramos hacer. Porque nos creemos eso de que habrá tiempo. En verdad lo creemos y nos decimos que viviremos nuestra verdadera vida después de dormir un poco más, después del trabajo, después de que pasen las tristezas, después de que crezcan los hijos. No sé en qué momento uno se convierte en lo que juró destruir. Y así te pasas la vida encerrado entre paredes sin ventanas, en trabajos deplorables, en situaciones infelices que te hacen creer que escuchar el canto de los pájaros es un milagro inaudito y la luz del sol algo que se puede sacrificar.
Envejecer... Le pasó al abuelo Simpson. Se lo dice a Homero. Aunque quién sabe si los Simpson sigan siendo algo cool...
La primera semana en la obra me dejó claro que no quería otra vez volver a pararme a trabajar en ninguna construcción. No es que tenga relación, pero luego entré a la escuela de música. Y un semestre antes de terminar conocí a Cristina. Ella estudiaba leyes. Era cinco años menor que yo y era tremendamente guapa. Y bueno, cuando uno es joven y se enamora todo el mundo se pone patas arriba. Le escribí muchas canciones, le recité poemas, le escribí cartas. Me llenaba los dedos con tinta china y le ponía palabras de amor en hojas de máquina. Y a Cristina le gustaba mucho que yo hiciera eso. Le decía cosas como:
Decir tu nombre es otra forma de nombrar la luz o no quiero que haya ningún secreto. Simplemente tengo la enfermedad de la torpeza, la falta de elocuencia, la cobardía y la imprudencia o todo en ti, Cristina, cae en el lugar correcto. El tiempo, los años, la lluvia, mis ojos. No es un elogio gratuito, pasajero o superficial. Tampoco lo digo en espera de recibir algo a cambio. Ni sentimientos, ni palabras, ni consideraciones. Es algo real. Mucho de ti, cuando no todo, es una luz rarísima, dulcísima, hermosísima; como pólvora que siempre se está quemando, pero no explota. ¿Escuchas eso? Una voz me dice que de tanto amarte se me van a acabar las palabras, que el lenguaje no es suficiente para que amarte. ¿Qué voy a hacer entonces? No sé. Pero en tu nombre griego, en tu naturaleza ungida de Dios, tengo la certeza que podré caminar por los indómitos caminos hacia el futuro y decirte, cuando tengamos una hija, y un hijo, y vivamos en una granja alejados de todo, llenos de plantas y perros y gatos, cuando te vea interpretando las cartas, te diré que éramos inevitables. Y sonreiremos al saber que en esta y en todas las vidas, nos pertenecemos.
Le escribía sobre lo mucho que me gustaban sus estornudos. Sobre sus rodillas con cicatrices. Sobre lo encantadores que son sus pómulos. Sobre que podría abrazar todas las estaciones de su vida en mis brazos. También le escribía sobre magia caos, y sobre algunos pensamientos extraños, y sobre la hermosura terrible de sus nalgas. Y Cristina se reía conmigo. Y yo con ella. Es la única época de mi vida en que me sentí inmortal. Ella y yo teníamos todas las edades al mismo tiempo. Incluso éramos viejos al llegar a los treinta y pasábamos a una niñez chiflada al momento siguiente.
Pero un día, después de mucho ya casados, ella enfermó. Ella fue incendio que se consumió con una pulmonía inusual. Y su risa que antes era una lluvia de verano me quemó la piel. Cuando Cristina no estuvo más conmigo, el mundo se volvió inmenso y aterrador y un lugar nauseabundo. Envejecí de pronto. Todo me dio miedo. Sentí que me iba a morir. Y de varias maneras me morí.
A los viejos nos encanta mentirles a los jóvenes y pisotear sus corazones.
Me duelen las piernas al caminar. No me puede enderezar completamente. Y si no me tomo las pastillas el corazón se me acelera. Me veo al espejo y yo no soy ese de ahí. Nomás me quedo viendo. En silencio. Incómodo. Casi nunca digo nada porque no tengo mucho que decir. Pero hoy, viéndome la cara arrugada, recordando a ‘buelo Nacho y prendido con el recuerdo de Cristina puedo gritar: ve y quema las iglesias ahora. Ten todo los dioses que quieras. Sube al techo de tu casa y grita que estás harto de todo y que sí es posible cambiar el mundo. Viaja. Todavía puedes moverte. Viaja. Gasta tu dinero en conocer otros países. Piérdete. Pasea en barco. Anda por una carretera y da vuelta hacia un destino inesperado. Corre bajo la lluvia y lucha por amores imposibles. Enamórate otra vez. Incluso de quién no debes. Sufre por ello. Reconoce tus errores. Escribe cartas. Cumple tu promesas. Después querrás quedarte en casa y mirar televisión y comer algo recién horneado y pensarás que hubieras hecho al menos una cosa que verdaderamente quisieras hacer en vez de malgastar tus días amargado y arrepentido. Come palomitas en el cine. Lee un libro que te haga reír. Toma a alguien de la mano. Haz el amor. Siente lo que se siente ser acariciado. Pregúntate quién eres y ten miedo de no encontrar una respuesta. Ve a esos partidos de beisbol. Aprende a decirle no a los miedos. Aprovecha esa pólvora en tus jodidas venas y dale al mundo una sacudida. No te conviertas en un viejo que les gusta mentirle a los jóvenes y pisotear sus corazones al no reconocer que les tienes envidia.
Debo detenerme. Tengo la garganta seca y una tempestad en el pecho.
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