Cien años de gigantes
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El arte sigue el torrente de la humanidad: gira, serpentea, se enfurece, merma sus ímpetus y, confundido con el fluir de la sociedad, es imposible determinar quién lleva a quién en la corriente.
Hace pocos días, mientras reflexionaba sobre la preponderancia de lo breve, lo inmediato y lo liviano en las expresiones artísticas actuales, me vino la nostalgia de un pasado que nunca viví, fecundo en obras gigantescas no solo en tamaño sino en la densidad de su contenido, y que, según los ejemplos que evoqué en la memoria, abarcó (imprecisamente) de 1850 a 1950. He aquí algunas muestras de ese pasado.
Honoré de Balzac decidió fundir quince años de sociedad francesa en los hornos de la literatura. Cuando la muerte detuvo su pluma, había completado ochenta y cinco novelas y casi una decena de textos de distinta índole, las cuales conformaban su apoteósico proyecto: La comedia humana. En esta incompleta pero descomunal creación, Balzac transita por las profundidades del pensamiento post-napoleónico y relata, con minuciosidad, escenas de la vida francesa en todos sus círculos, desde los provincianos hasta los militares, sin olvidar el campo ni la aristocracia parisina; habla del dinero, del poder, del matrimonio... Una obra absoluta.
En 1876, veintiséis años después de la muerte de Balzac, tuvo lugar en Bayreuth el estreno de El anillo del nibelungo, de Richard Wagner, verdadero tratado del drama musical. Dividida en cuatro partes, en sus más de quince horas de duración total Wagner consigue un flujo constante de música y palabras en perfecta simbiosis, un espacio-tiempo artístico que en su curvatura define la Gesamtkunstwerk: obra de arte total.
Mientras tenía lugar aquel estreno, en Francia, un pequeño de cinco años comenzaba a guardar sólidos recuerdos en su frágil complexión: Marcel Proust, quien a partir de 1908 se ocuparía durante casi catorce años de reunir con infinita paciencia los fragmentos de su memoria. Palabra por palabra, añoranza por añoranza, consigue —a través de siete volúmenes— articular un pasado de sabores y aromas autobiográficos. En busca del tiempo perdido es una novela en la cual el instante puede dilatarse en fecundas páginas; literatura abismal, hipnótica.
Evoco con memoria inexacta lo que afirmaba Carl Sagan: El tamaño de un ser humano se aproxima al punto medio entre el de un átomo y el de una estrella. Entonces, el camino hacia el interior es tan largo como la ruta hacia el exterior, por eso, la íntima vastedad de la obra de Proust coincide con la extrovertida grandeza de la Octava Sinfonía de Gustav Mahler, de 1907 (llamada sin su consentimiento Sinfonía de los mil); música de proporciones ingentes cuyo texto son los versos finales del Fausto de Goethe.
El espacio se acaba y tan solo he mencionado cuatro creaciones de aquella centuria de gigantes. Se quedan, comprimidas en el tintero, La montaña mágica y la tetralogía de José y sus hermanos de Thomas Mann, el muralismo mexicano, El hombre sin atributos de Musil...
Me pregunto qué vientos soplaron en aquellos años, qué humedades y qué temperaturas sociales y políticas se conjugaron para hacer que de la semilla del arte brotaran titanes. Los que saben podrán responder a mi pregunta, mientras tanto, quisiera aclarar, a través de un coloquio inverosímil, que mi texto no pretende ser una apología de los tiempos perdidos:
—El pasado siempre fue mejor —dijo la nostalgia.
—El presente es mejor —interrumpió la soberbia.
—Ambas mienten —afirmó la evidencia.