Elogio del libro

Artes
/ 13 mayo 2021

Por supuesto, la memoria humana es una maravilla. El lenguaje también lo es. Juntos conforman el arma más poderosa del arsenal de nuestra especie. Memoria y lenguaje son los artífices y centinelas de la cultura. 

Durante mucho tiempo, los humanos escucharon a los abuelos contar las historias de sus abuelos, que a la vez las habían escuchado de la boca de sus abuelos. En este fluir se acumularon inexactitudes, exageraciones, añadiduras, omisiones... Cada generación modificó un poco el discurso. Así se moldearon las leyendas, los mitos y las fábulas, algo que, desde luego, sigue sucediendo cuando el vehículo de comunicación es la oralidad. 

Además de memoriosos y dicharacheros, los humanos también poseen el instinto del signo: desde siempre y en todas partes, el hombre ha extendido su memoria y su decir más allá de su cuerpo, utilizando su entorno como lienzo para plasmar ideas: la piedra es un fiel testigo de ello. 

El lenguaje es tan antiguo como la especie. El signo también lo es, pero la codificación exacta del lenguaje hablado (la escritura) es mucho más reciente. Hubo que ensayar muchas estrategias para significar la información, la cuales poco a poco sofisticaron y precisaron el código. Luego, el libro. 

¡Vaya artefacto, el libro! Se trata de un módulo de almacenamiento de ideas precisas, mucho más perdurable que la vida de un individuo y con oportunidad de prolongar indefinidamente su existencia gracias a sus posibilidades de replicación. 

Los libros no contienen todos los pensamientos de sus autores, sino sólo los que ellos han seleccionado, ordenado y sopesado. El autor sabe que la tinta tiene más aliento que la voz, y que hablará allá donde él no esté y cuando ya no exista, por eso suele ser cauteloso con lo que escribe. Por lo tanto, en un libro encontramos solo los filones dorados de una mente (tomando en cuenta, desde luego, que no todas las mentes tienen vetas de la misma calidad, y que, en esta metáfora, el oro más puro del pensamiento no guarda relación alguna con la bondad, la maldad o cualquier otro valor moral). 

Solemos pasar por alto lo portentoso del artefacto. Estamos tan acostumbrados a los libros que pocas veces nos detenemos a pensar cómo es que a través de ellos podemos hacer nuestros los pensamientos más pulidos de una persona distante en la geografía y en el tiempo, o cómo es que ante sus paginas nuestra inteligencia refleja fielmente los destellos de otra inteligencia. 

Contemplo los anaqueles y me maravillo otra vez de que lo más intangible de la existencia de un ser humano, sus ideas, pueda convertirse en su rasgo más concreto y perdurable cuando se biblifica (valga esta nueva palabra). Allá, en una esquina, se yergue, impasible, una memoria milenaria: la Epopeya de Gilgamesh, poema acadio cuyas vetustas letras han migrado de la arcilla al papel; letras cuya voz ha traspasado un horizonte de más de cien generaciones sin perder resonancia. El nombre de su autor se perdió entre las tormentas del tiempo, el poema permanece incólumne y palpita en ésta y en muchas otras bibliotecas: memoria y lenguaje, las habilidades más descollantes del ser humano, sublimadas en un artefacto: el libro. 

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