José Agustín cerca del cielo: Memorias sobre un rebelde
La muerte del autor de ‘La tumba’ a los 79 años de edad deja una huella indeleble en las letras mexicanas, así como a incontables amigos y seguidores que encontraron en su vida y obra una gran riqueza
(A Marcela y Mariana, que también vivieron la experiencia.)
I’m on my way to Heaven. Don’t you want to go?
I’m on my way to Heaven. Don’t you want to go?
I’m on my way to Heaven. Don’t you want to go?
Yes, I want to go!
We’ve got the keys to the Kingdom. Don’t you want to go?
We’ve got the keys to the kingdom. Don’t you want to go?
We’ve got the keys to the Kingdom. Don’t you want to go?
Yes, I want to go!
-Mike Scott (The Waterboys) (“On my way to heaven”)
Con José Agustín se equivocaron todos; sobre todo los críticos que auguraron que su literatura no tendría futuro. Sus libros se siguen vendiendo y los leen nuevas generaciones como lo confirman las recientes y muy decorosas reediciones de prácticamente todos sus libros de la editorial Random House, con portadas ilustradas por el pintor Pedro Friedeberg.
Como el buen rock, JA supo constelar lo popular con la alta cultura y cuando comenzó a publicar sacudió como un vendaval la literatura mexicana de entonces, tan creída de sí misma, tan estirada, tan solemne.
Ahora lo hacen muchos pero José Agustín (y algunos otros escritores de su generación como Juan Tovar) fue el primero en encontrar los mecanismos internos o puentes que enlazaban a Gabriel García Márquez con los Rolling Stones, o a Bob Dylan con William Shakespeare, o a Plotino con The Incredible String Band. Todos éramos uno, si se sabía elegir el camino.
JA, como los caballeros de la mesa redonda, cuando fueron a la búsqueda del Santo Grial, eligió el camino menos transitado, incluso abrió sendas que nadie había pisado. Como la ilustración que le hizo su hermano Augusto para algunos de sus libros y muestra a un caballero de la Edad Media, arremetiendo lanza en ristre contra el enemigo, montado en brioso caballo blanco (y con unos audífonos de color rojo en sus oídos), JA fue fiel a sí mismo pese a las críticas severas del establishment cultural de la época, y eso lo llevó a buen puerto.
Fue un escritor muy leído, incluso de los pocos que vivieron producto de lo que escribieron, pero también los nuevos críticos encontraron signos de rotación interesantes y valiosos en su narrativa. Han sido innumerables las tesis universitarias sobre su obra y algunos libros han recogido los análisis de académicos sobre su trabajo; es sintomático que una de las primeras grandes apreciaciones sobre su creación literaria fue la de un crítico estadounidense, John Brushwood, quien señaló que los libros de José Agustín eran una aleación de tradición y rebeldía.
Quien esto escribe tiene una deuda impagable con José Agustín. No sólo le debo los numerosos ratos de placer que me proporcionó la lectura de sus libros, sobre todo sus novelas mayores como Se está haciendo tarde, Cerca del fuego, o Ciudades desiertas, que de plano me hicieron volar o posicionarme en los balcones de la eternidad -como toda buena obra maestra-, sino que también le debo agradecer aquí su amistad.
Me tocó la irradiación de su energía incombustible, viajamos juntos muchos kilómetros presentando algunas de sus obras; intercambiamos cedés, correos electrónicos y opiniones sobre libros, música (sobre todo música), cuadros, cultura en general y también hablamos mucho sobre nuestros hijos (él) y nuestras hijas (yo); bebimos cervezas bohemias y vinos tintos en su casa, en sobremesas largas y apasionadas, siempre con las atmósferas que propiciaban los buenos rocks en el aparato de sonido. Transformó todo mi ser, para decirlo de una vez.
Cuando supe que su salud se había agravado, a través de su bella esposa Margarita (“divina”, decía siempre JA), le envié un mensaje al escritor Juan Villoro para comentarle la noticia y que quizás habría que irse resignando: “ha sido una amistad solar para mí”, apostillé. “Me cambió la vida”, respondió Juan. Cambió la vida de muchos y renovó la manera de expresarse de este país. El nuevo periodismo mexicano de los 80, por ejemplo, no se concibe sin JA.
Las fotos que acompañan el texto donde se encuentran el propio JA, el poeta Alberto Blanco y este desconocido, no pueden mentir: estar en la grata compañía de José Agustín era la pura felicidad. Y eso queda: el oro de la amistad, el legado de un padre y un esposo amoroso, y lo imperecedero de una obra que seguro será redescubierta por futuras generaciones. “El resto”, diría Vladimir Nabokov, “es óxido y polvo de estrellas”.
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