Triste sobriedad
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La vida de una persona sobria o que se abstiene de beber licor debe ser tan plana y triste que no alcanzo siquiera a imaginármela. Para hacerlo tendría que poner más atención en la condición y crecimiento de las leguminosas, por ejemplo. Y, sin embargo, existen y se hacen pasar por gente normal; incluso enarbolan una estatura moral considerable, la cual proyecta una sombra que oscurece el semblante lúdico de los bebedores de vino. En La filosofía del vino, Béla Hamvas (Eslovaquia; 1897-1968) escribió que sólo hay una ley para beber y esta consiste en hacerlo en "cualquier momento, en cualquier lugar y de cualquier manera". Así, como se fornica o se hace el amor sin estar atentos al reloj o al calendario, no podemos elegir un momento para tomar vino, ya que estaríamos degradando la sacralidad de la bebida y la dignidad humana. Ahora bien, Hamvas se refería al vino proveniente de la uva, no a las bebidas de mayor gradación, pero yo aludo a cualquier bebida embriagante que nos sea simpática y nos acompañe, amablemente y sin molestar demasiado a nadie, a transitar por esta vida colmada de desventuras y patanes. La gente sobria regularmente es mala, pasa demasiado tiempo consigo misma, es oscura y perversa, envidia la pasajera felicidad del otro, puesto que prefiere su constante amargura y la acidez del alma. Si una mujer le hubiera preguntado a Hamvas qué es lo que debería hacer para ser bella, él le habría respondido: "Sal a que te dé el sol, querida". "Mira las partes de tu cuerpo que siempre llevas cubiertas: parecen ciegas.
Cuando te quitas la ropa pestañean desorientadas, cegadas por la luz". Así sucede con el vino y el aguardiente, que dan luz a las regiones del alma opacadas, cubiertas y encarceladas. El corazón de los sobrios puritanos está roto, es una escena triste, un bodegón al que la luz apenas visita; dicho lo anterior sin ningún ánimo de ofender quienes no beben. Esto me hace recordar un relato de S?awomir Mro?ek (1930-2013), vecino polaco de Hamvas, acerca de un sastre que hacía dos clases de trajes; los primeros y más baratos eran los que tenían dos caras o lados, derecho y revés; y otros que sólo tenían una cara, la evidente, y que resultaban ser carísimos e impagables. La cuestión es que si te ponías al revés el traje de una sola cara te volvías invisible, ya que ésta no existía. En cambio, si te mandabas a hacer el traje con dos caras podías equivocarte y vestirlo al revés, pero al menos existías. De una forma semejante me imagino a los sobrios dogmáticos (hay sobrios prudentes, sabios y tolerantes, claro), vestidos con un solo rostro, ataviados de una moral única; y cuando se equivocan y visten al revés simplemente no existen o, lo que es peor, existen demasiado.
Escribir los párrafos anteriores me lleva a recordar una anécdota que quizás he narrado en otro momento. Me encontraba en algún casino de Lake Tahoe a donde había yo acompañado a una tía mía que vivía en Stockton, California. Tendría 18 o 19 años y no se me permitía apostar, aunque sí pasearme por los pasillos de aquella enorme sala dedicada al juego. Ya entrada la madrugada un anciano que apostaba en una máquina de tragaperras cayó al piso alfombrado víctima de un infarto definitivo. Mi colosal sorpresa se dio al ver que sus vecinos continuaron en lo suyo, intentando ganarle a la máquina, en vez de auxiliar al reciente cadáver que reposaba inmóvil a su lado. En seguida llegaron al lugar dos paramédicos y se llevaron el cuerpo, como si se tratara más de un acto de caridad para los jugadores que de una emergencia que involucraba la vida de un ser humano. Con el tiempo comprendí que uno no debería morir e interrumpir el placer de sus vecinos; tendría que beber a cualquier hora, si lo desea, pero no morirse en cualquier momento.