Keith Richards, el testamento del pirata

Show
/ 16 octubre 2015

Sin salirse de su mitología, el guitarrista de los Rolling Stones demuestra eficacia al enfrentarse con sus estilos favoritos. El suyo es un romanticismo como de ‘femme fatale’

No nos dejemos engañar: por mucho que despotrique contra su cantante, Keith Richards tiene asumido que su trabajo principal son los Rolling Stones; eso supone subordinar todos los proyectos particulares al calendario y las exigencias del grupo madre. Este álbum, su tercero en solitario, parece haberse quedado en el congelador durante varios años, como revela la presencia del difunto Bobby Keys.

No pasa nada: Richards nunca ha sido hombre de seguir modas, así que no hay miedo de que sus ocurrencias hayan envejecido. Un doble mensaje transmite Crosseyed Heart. En lo positivo, que todavía es capaz de crear música con eficiencia (algo que rara vez ocurre con los Stones). Imposibilitado de reunir a su banda paralela, los X-Pensive Winos, aceptó la propuesta del baterista Steve Jordan: que entraran a grabar solitos y que luego añadirían los adornos.

Así se ha hecho: Keith canta, pero también toca bajo, piano y todo tipo de guitarras. Al no poder recurrir a ese incierto Método Richards de convocar a la inspiración mediante jam sessions con colegas bien intoxicados, las canciones lucen como modestas ideas nacidas fuera del estudio, que han sido pulidas allí con mimo: hay abundancia (13 temas propios más dos préstamos), brilla la variedad estilística y rara vez superan los cuatro minutos.

Aquí tenemos los palos favoritos de Keith: el blues rural (la canción que da título al disco), el reggae (una temblorosa versión de Gregory Isaacs), el country a lo Gram Parsons (‘Robbed Blind’), el arrollador rhythm and blues de principios de los cincuenta (‘Blues In The Morning’), las baladas rompecorazones (‘Illusion’, con Norah Jones), el soul (‘Lover’s Plea’), el folk (una arrastrada lectura de ‘Goodnight Irene’, de Leadbelly), algo de pop (‘Suspicious’) y —no sufran— dosis razonables de rock rollingstoniano, bien embridado.

Aparte de alguna impostación, Richards saca provecho a sus cuerdas vocales, esas que suelen quebrarse en los directos. Iba a decir que “canta con convicción”, pero eso se da por descontado… y resulta parte del problema. El hombre está tan profundamente enamorado de su imagen de Gran Filibustero que termina reiterando unos tópicos que creíamos enterrados con su libro autobiográfico.

Casi cuarenta años después de sortear su mayor problema con la justicia (la detención en Toronto), en ‘Nothing On Me’ todavía cacarea que no pudieron encarcelarle, como si no supiéramos que Rolling Stones Inc. es una empresa casi tan protegida como J. P. Morgan & Co. Felizmente casado desde 1983, para el cancionero recurre automáticamente a las mujeres engañosas, esas que van a por su cartera. El suyo es un romanticismo al estilo del cine negro clásico: sabe que ella es una femme fatale, pero prefiere no desengancharse.

Aunque forme parte del establishment, su tozuda perspectiva sigue siendo la del bandolero orgulloso de lograr el indulto. Le salva, quizá, su sentido del humor (‘Ammesia’ bromea con la famosa caída del cocotero) y las invocaciones rituales a la Hermandad de los Forajidos, como cuando se ofrece a ayudar al amigo en horas bajas (‘Trouble’). Keith languidece en ese universo enrarecido de los multimillonarios, pero todavía conserva cierta nobleza naïve y reconfortante.

Por Diego A. Manrique / El País

COMENTARIOS

Selección de los editores