27 microrrelatos para festejar el Día del Libro

Vida
/ 9 julio 2020

Hay quien dice que no lee nada porque no tiene tiempo: entre el trabajo, las clases de francés, los niños y las cañas de los jueves, ¿quién puede dedicar un rato a la lectura? Por suerte, hay escritores capaces de condensar toda una historia en apenas unas frases (o palabras). Puedes leer un microrrelato mientras se hace el café, durante los anuncios o incluso en el ascensor.

En su Antología del microrrelato español, Irene Andrés-Suárez asegura que estos cuentos breves son el género emblemático del siglo XXI. Estos textos han de exponer una narración en muy pocas líneas, por lo que a menudo juegan con las elipsis y con la “tensión entre el silencio y la escritura”. Nos imaginamos todo lo que no se explica, a menudo ayudados por el título. Y añade que el 80% recurre al humor, al género fantástico y a la intertextualidad, es decir, al uso de personajes e historias que ya conocemos.

Aquí hay unos cuantos de los que más nos han gustado, ordenados del más corto (una palabra y dos caracteres, sin contar el título) al más largo (1.368 caracteres y 261 palabras), justo al revés de como Clara Obligado organizó su antología, Por favor, sea breve.

 

Luis XIV

Yo

Juan Pedro Aparicio, en La mitad del diablo.

(Está considerado el más breve en castellano, aunque El fantasma, de Guillermo Samperio, es una página en blanco).

El emigrante

—¿Olvida usted algo?

—¡Ojalá!

Luis Felipe Lomelí, en Ella sigue de viaje.

Sin título

For sale: Baby shoes. Never worn.

Se vende: zapatos de bebé. Nunca usados.

Atribuido a Ernest Hemingway, pero no es suyo. De hecho, hay versiones que se remontan a 1906, cuando el escritor solo tenía siete años. Aun así, en Twitter ha inspirado los cuentos de seis palabras con el hashtag #SixWordsStory.

Observación de limpieza

Bajo toda esta suciedad, el suelo está muy limpio.

Lydia Davis, en Can’t and Won’t.

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El dinosaurio

Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.

Augusto Monterroso, en Obras completas (y otros cuentos).

Sin título

Aquel hombre era invisible, pero nadie se percató de ello.

Gabriel Jiménez Eman, en Los 1001 cuentos de una línea.

La última cena

El conde me ha invitado a su castillo. Naturalmente yo llevaré la bebida.

Ángel García Galiano, en Galería de hiperbreves.

Cuento de horror

La mujer que amé se ha convertido en fantasma. Yo soy el lugar de sus apariciones.

Juan José Arreola, en Confabulario definitivo. Incluido en Por favor, sea breve.

Sin título

La empatía entre los cuerpos lleva a una inercia de imitación: cuando salíamos apresurados del hotel, a media tarde, traías uno de mis aretes puesto.

Carmen Leñero, en Birlibirloque. Incluido en Por favor, sea breve.

El espejo del alma

No nos habíamos visto nunca, en ninguna parte, en ninguna ocasión, pero se parecía tanto a un vecino mío que me saludó cordialmente: él también se había confundido.

Pere Calders, en Invasió subtil i altres contes.

Amor 77

Y después de hacer todo lo que hacen, se levantan, se bañan, se entalcan, se perfuman, se peinan, se visten, y así progresivamente van volviendo a ser lo que no son.

Julio Cortázar, en Un tal Lucas.

Imagínese

En la oscuridad, un montón de ropa sobre una silla puede parecer, por ejemplo, un pequeño dinosaurio en celo. Imagínese, entonces, por deducción y analogía, lo que puede parecer en la oscuridad el pequeño dinosaurio en celo que duerme en mi habitación.

Ana María Shua, en La sueñera. Incluido en Por favor, sea breve.

Cubo y pala

Con los soles de finales de marzo mamá se animó a bajar de los altillos las maletas con ropa de verano. Sacó camisetas, gorras, shorts, sandalias..., y aferrado a su cubo y su pala, también sacó a mi hermano pequeño, Jaime, que se nos había olvidado.

Llovió todo abril y todo mayo.

Carmela Greciet, en Ciempiés, los microrrelatos de Quimera, a cargo de Neus Rotger y Fernando Valls.

Herencia

Antes de ponerse el pendiente frotó el metal que rodeaba el zafiro con un bastoncito impregnado en líquido para limpiar plata. Cientos de estratos de tiempo levantaron el vuelo dejando la superficie luminosa y desnuda. Se acercó, curiosa, y la joya le devolvió el rostro adolescente de su abuela probándose el pendiente ante un espejo.

Paz Monserrat Revillo, en su blog.

Efectos secundarios

Con el lógico nerviosismo de la primera noche, el hijo del sepulturero ayudó a su padre a colocar la lápida de una tumba. Mientras sostenía el mármol, escuchó golpes y gritos en el interior del panteón. Miró a su padre con el rostro desencajado por el terror. Pero la voz de la experiencia logró tranquilizarlo. “No te preocupes. Es normal. Enseguida se les pasa”.

Miguel Ángel Hernández-Navarro, en Demasiado tarde para volver. Incluido en Antología del microrrelato español (1906-2011).

El pozo

Mi hermano Alberto cayó al pozo cuando tenía cinco años. Fue una de esas tragedias familiares que sólo alivian el tiempo y la circunstancia de la familia numerosa. Veinte años después mi hermano Eloy sacaba agua un día de aquel pozo al que nadie jamás había vuelto a asomarse. En el caldero descubrió una pequeña botella con un papel en el interior. "Este es un mundo como otro cualquiera", decía el mensaje.

Luis Mateo Díez, en Albanito, amigo mío y otros relatos. Incluido en Antología del microrrelato español (1906-2011).

Damero

Los arquitectos de Uff, llevados por un escrupuloso afán de simetría, construyeron una ciudad reticulada de casas idénticas y rectas avenidas que nadie puede distinguir entre sí. A esto se debe la espectacular incidencia de la mendicidad en Uff. Los miles de vagabundos que merodean por las calles son, en realidad, honrados ciudadanos que una mañana salieron a trabajar y que, desde entonces, nunca han vuelto a encontrar su hogar.

Manuel Moyano, en Teatro de ceniza. Incluido en Antología del microrrelato español (1906-2011).

Invención del Carnaval

En aquel primer Carnaval del mundo, cuando aún no existían más seres humanos que los que componían la primera pareja, Adán sintió ganas de disfrazarse para dar broma a Eva, y tomando un pámpano, le abrió los dos agujeros de los ojos y lo convirtió en careta. Después envolvió su cuerpo en grandes hojas de tabaco y de esa guisa se dirigió a Eva.

Eva, un poco sorprendida ante aquella voz de falsete que le preguntaba con insistencia: "¿Quién soy?, ¿quién soy?", respondió:

—¡Pedro!

Ramón Gómez de la Serna, en Disparates y otros caprichos. Incluido en Antología del microrrelato español (1906-2011).

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Confesión

Nos péchés sont têtus, nos repentir sont lâches. Charles Baudelaire

“Padre, me acuso de acostarme con usted”. Al otro lado de la rejilla del confesonario se oyó un rebullir de telas y contrariedades. “¿Te arrepientes, hija?”. “Sí, padre”. “Pero ¿te arrepientes de verdad? Ya sabes que Dios Nuestro Señor lo ve todo y a Él no puedes engañarle como a mí”. “Sí, padre”. “Piénsatelo bien antes de decirlo”. “Sí, padre”. En la oscuridad del confesonario se ahogaron unos resoplidos de resignación. “Ego te absolvo a pecatis tuis y no te olvides de volver la semana que viene”.

Luciano G. Egido, en Cuentos del lejano oeste. Incluido en Antología del microrrelato español (1906-2011).

La caja torcida

Tenía la manía bella de lo derecho, lo recto, lo cuadrado. Se pasaba el día poniendo bien, en exacta correspondencia de líneas, cuadros, muebles, alfombras, puertas, biombos.

Su día era un sufrimiento terrible y una espantosa pérdida de tiempo. Iba detrás de familiares y criados, ordenando lo desordenado. Comprendía bien el cuento del que se sacó una muela sana de la derecha porque tuvo que sacarse una dañada de la izquierda.

Cuando se estaba muriendo, suplicaba a todos que le pusieran exacta la cama en relación con la cómoda, el armario, los cuadros.

Y cuando murió, el enterrador le dejó la caja torcida en la tumba para siempre.

Juan Ramón Jiménez, en Cuentos largos y otras prosas narrativas. Incluido en Antología del microrrelato español (1906-2011).

Novela policiaca

Lo que más me molestó, irritó, por lo que me juré no volver a hacerlo, por muy motivado que estuviera, por mucha fama que estuviese esperándome, fue que, tras ordenar de una forma coherente toda la historia en mi cabeza, dar los antecedentes de lo ocurrido, explicar la importancia de la mujer rubia en todo esto, atar cuanto cabo permaneciera suelto y procurar no dejarme ningún cadáver sin mencionar, todo narrado despacito y con buena letra, hora tras hora, al final del interrogatorio al policía sólo se le ocurrió decir que quién era yo, que después de tantas preguntas como hizo ya se le había olvidado incluso de qué se me acusaba.

Paul Viejo, en Por favor, sea breve.

Borges ciego

Yo ya no sé si esta anécdota corresponde al maravilloso escritor que fue Jorge Luis Borges o si el que me la contó (no recuerdo quién) se la atribuyó a él sin más contemplaciones. En cualquier caso, creo que Borges hacía bromas con su ceguera. Y esa anécdota, sea verdadera o no, merece salvarse del olvido.

—Cuando fui a cruzar la Avenida 18 de julio en Buenos Aires —acaso tres o cuatro veces más ancha que la de la Castellana en Madrid— anduve buscando a tientas ayuda y al fin encontré otra mano. Cogido de esa mano amiga crucé la ancha avenida , escuchando los claxons y el zumbido de los automóviles. Una vez cruzado, ya en la otra acera, alguien se desprendió de mi mano y dijo: “Muchas gracias”.

José María de Quinto, en Fabulario. Incluido en Antología del microrrelato español (1906-2011).

Del rigor en la ciencia

En aquel Imperio, el Arte de la Cartografía logró tal Perfección que el Mapa de una sola Provincia ocupaba toda una Ciudad, y el Mapa del Imperio, toda una Provincia. Con el tiempo, estos Mapas Desmesurados no satisficieron y los Colegios de Cartógrafos levantaron un Mapa del Imperio, que tenía el Tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él. Menos Adictas al Estudio de la Cartografía, las Generaciones Siguientes entendieron que ese dilatado Mapa era Inútil y no sin Impiedad lo entregaron a las Inclemencias del Sol y los Inviernos. En los Desiertos del Oeste perduran despedazadas Ruinas del Mapa, habitadas por Animales y por Mendigos; en todo el País no hay otra reliquia de las Disciplinas Geográficas.

Suárez Miranda: Viajes de varones prudentes

Libro Cuarto, cap. XLV, Lérida, 1658

Jorge Luis Borges, en El hacedor.

Agujero negro

El hombre pasea por la playa solitaria y encuentra, depositada en la orilla por las olas, una botella de cristal negro, con una señal muy extraña impresa en su tapón. Mientras lo desenrosca, el hombre piensa en sus lecturas de niño: el genio cautivo, los mensajes de náufragos. Abierta, la botella inicia una violentísima inhalación que aspira todo lo que la rodea, el hombre, la playa, las montañas, los pueblos, el mar, los veleros, las islas, el cielo, las nubes, el planeta, el sistema solar, la Vía Láctea, las galaxias. En pocos instantes, el universo entero ha quedado encerrado dentro de la botella. El movimiento ha sido tan brusco que se me ha caído la pluma de la mano y han quedado descolocados todos mis papeles. Recupero la pluma, ordeno los folios, empiezo a escribir otra vez la historia del hombre que pasea por la playa solitaria.

José María Merino, en La glorieta de los fugitivos. Incluido en Antología del microrrelato español (1906-2011).

Carpetas

Cuando Elisa pidió a su esposo, el día del aniversario de su boda, la opinión sobre aquellos quince años pasados juntos, a Juan le fue totalmente imposible volver de aquel lejanísimo tiempo en que preguntas como aquélla hubieran podido tener algún sentido. De aquel lugar casi prehistórico en su memoria, en que constató y asumió como una calamidad más en su vida, que vivía y que probablemente viviría por el resto de sus días, con una perfecta extraña. Elisa miraba a Juan volviéndose a medias desde el fregadero. Era obvio que esperaba una respuesta. Él, venciendo un súbito e intenso ataque de terror, se levantó precipitadamente de la mesa en que comía, alegando haberse olvidado unas carpetas dentro del coche. Cuando Juan volvió, Elisa ya no recordaba en absoluto que hacía unos pocos minutos era una esposa junto a un fregadero, esperando una respuesta.

Julia Otxoa, en Kískili-Káskala. Incluido en Por favor, sea breve.

Sueño en el tren

Los dos viajeros estaban solos, en el departamento de primera, frente a frente. Dormían balanceados por el tracatrá del vagón y el ruido de las ruedas, que procuran, en su brutalidad, correr con ritmo y melodía de fácil música. De pronto, se despertó uno de los viajeros.

—¡Oiga! —sacudió de un brazo al otro—. ¿Y a usted qué le importa que yo viaje sin billete?

El despertado le respondió, cortés:

—Dispense. Yo no tengo la culpa; estaba soñando que era el revisor.

—Y yo soñaba que viajaba sin billete y que venía usted a pedírmelo.

—Muy satisfactorio —explicó el segundo viajero—. Soñábamos cada uno la acción complementaria de la del otro. Quizás sea la primera vez que eso ocurre.

—Sí, la comunicación de los sueños; o puede que el mismo sueño, repartidos los papeles entre usted y yo. Bien. Pues voy a soñar que usted me debe dinero.

—Excelente asunto. ¿Cuánto quiere que le devuelva?

—¡Hum!… Trescientas mil… —Cerró los ojos y recostó la cabeza.

—Perfecto. Voy a entregárselas. —Reclinó la cabeza y cerró los ojos.

Tomás Borrás, en La cajita de asombros. Incluido en Antología del microrrelato español (1906-2011).

El tiovivo

El niño que no tenía perras gordas merodeaba por la feria con las manos en los bolsillos, buscando por el suelo. El niño que no tenía perras gordas no quería mirar al tiro en blanco, ni a la noria, ni, sobre todo, al tiovivo de los caballos amarillos, encarnados y verdes, ensartados en barras de oro. El niño que no tenía perras gordas, cuando miraba con el rabillo del ojo, decía: “Eso es una tontería que no lleva a ninguna parte. Sólo da vueltas y vueltas y no lleva a ninguna parte”. Un día de lluvia, el niño encontró en el suelo una chapa redonda de hojalata; la mejor chapa de la mejor botella de cerveza que viera nunca. La chapa brillaba tanto que el niño la cogió y se fue corriendo al tiovivo, para comprar todas las vueltas. Y aunque llovía y el tiovivo estaba tapado con la lona, en silencio y quieto, subió en un caballo de oro que tenía grandes alas. Y el tiovivo empezó a dar vueltas, vueltas, y la música se puso a dar gritos entre la gente, como él no vio nunca. Pero aquel tiovivo era tan grande, tan grande, que nunca terminaba su vuelta, y los rostros de la feria, y los tolditos, y la lluvia, se alejaron de él. “Qué hermoso es no ir a ninguna parte”, pensó el niño, que nunca estuvo tan alegre. Cuando el sol secó la tierra mojada, y el hombre levantó la lona, todo el mundo huyó, gritando. Y ningún niño quiso volver a montar en aquel tiovivo.

Ana María Matute, en Los niños tontos. Incluido en Antología del microrrelato español (1906-2011).

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