Hasta sus padres eran más jóvenes que yo
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PERO NO IMPORTABA. ESTÁBAMOS LOCOS EL UNO POR EL OTRO.
Por: Sharon Dunn
Salió del ascensor y entró en mi vida. Sus piernas parecían no tener fin en aquellos pantalones de mezclilla de diseñador. La sonrisa, el pelo, el cuerpo... suspiro, el cuerpo.
Yo había respondido su anuncio para alquilar su almacén. Nuestro encuentro debería haber durado cinco minutos. Pero pasamos juntos las siguientes ocho horas. En realidad, pasamos juntos los siguientes ocho meses.
Fue en Toronto, donde soy escritora y periodista. Él era estudiante de medicina y venía de Irán. Era musulmán y mucho más joven que yo, escandalosamente, casi la diferencia de edad entre Hugh Hefner y sus novias, como si yo fuera Hugh. Yo vivía los últimos años de mis 50 y él los primeros de sus 20. Mi marido había muerto mucho antes; mis dos hijos ya eran mayores.
No podía creer que estuviera interesado en mí. Quizá no lo estaba. Quizá me veía como una amiga, un apoyo. Quizá quería dinero.
De cualquier manera, él me interesaba a mí. Me preguntaba: ¿Cómo puedo convertir esto en algo romántico? Normalmente se me daban bien esas cosas. Pero me dijo que me respetaba de verdad: un mal comienzo, no por donde yo quería que fuera.
Me preguntó si quería hacer ejercicio con él, y le dije que sí, sin mencionar que la última y única vez que había hecho ejercicio había sido en 1992. Fuimos al gimnasio, donde él levantaba pesas y yo estaba tumbada en un banco mirándolo mientras él ejercitaba sus músculos.
“Sharon Dunn”, dijo. “Creí que querías hacer ejercicio”.
“No”, le dije. “Solo quiero estar contigo”.
Su rostro se relajó.
Nos volvimos más cercanos. Rebuscó en mi alacena, sacó mis cajas de cereales azucarados y me dijo: “Sharon Dunn, ya no puedes comer esta basura: es mala para ti. Voy a tirarlo todo”.
“¡No, mi cereal con azúcar no!”
“Solo una cucharadita de azúcar al día, si es necesario”, dijo. “Te estás haciendo vieja, como mis padres”.
Cierto. Pero que conste que hasta sus padres eran más jóvenes que yo.
Él seguía cuidando de mí con dulzura, pero ¿dónde estaban las insinuaciones románticas? Yo gritaba por dentro, deseándolo, haciendo todo lo que podía para conseguir lo que quería, sin que nada funcionara.
Hasta que un día me dijo: “¿Quieres que vayamos juntos a comprar ropa interior?”.
Bingo.
Nos dirigimos a Calvin Klein, pero de camino pasamos por La Senza, una cadena canadiense que vende lencería.
“Entremos aquí”, le dije. Nos pusimos delante de un mostrador mientras él empezaba a rebuscar entre las bragas de mujer. Me gustaba tanto que empecé a ruborizarme, tartamudear y reírme como una colegiala. Y no podía parar.
“Shh”, dijo. “Tienes que parar”.
Pero ya era demasiado tarde. Avergonzada, pero incapaz de controlarme, seguí haciéndolo.
“Te espero afuera”, dijo.
Cuando salí y lo encontré, me dijo: “Estuvo horrible. Eres una mujer mayor. Pensé que ibas a modelar la ropa interior para mí y todo eso”. Luego añadió: “De todas formas, me pareciste linda”.
Uf, no lo había estropeado todo... todavía. Nos dirigimos a Calvin Klein, donde cada uno tenía su propio vendedor, y nos probamos las prendas en vestidores separados. Yo llené una bolsa con las cosas que iba a comprar, me quedaran bien o no. En el mostrador, cuando la mujer nos entregó nuestras bolsas y dijo: “Que lo disfruten”, los dos nos echamos a reír.
Con las nuevas compras, sabía que una relación física era inminente. “Pero antes”, me dijo, “¿te importa que celebremos un matrimonio no oficial?”.
“¿Eh?”.
“No sería legal. Es solo un acuerdo temporal que permite la intimidad física. Hace que el sexo sea aceptable, y me haría sentir mejor”. No había oído hablar de eso antes: es un tipo de matrimonio musulmán que une a una pareja durante un periodo de tiempo determinado.
“No tengo ningún problema”, dije.
Fijamos el día de nuestra boda. Por primera vez, me puse un vestido blanco largo. Él llevaba pantalones de mezclilla. Solo éramos nosotros dos, así que sugerí que pronunciáramos nuestros votos frente al espejo para duplicar la asistencia a cuatro.
“Cinco: Dios también asiste”, dijo.
“Eso lo respeto”, le dije.
Dijimos nuestros votos. La ceremonia fue sincera y hermosa.
Después le dije: “Leí que puedes casarte cuatro veces, pero tienes que tratar a todas tus esposas por igual. Yo soy la primera esposa. Así que menos mal que vas a estudiar medicina, porque podrás cuidarnos a todas”.
“No quiero más esposas”, dijo riendo, y luego añadió: “Y no te preocupes, pagaré los gastos de tu residencia de ancianos cuando llegue el momento”. Me dijo que yo era la mujer de la que su madre le había hablado entusiasmada. Le aseguré que, desde luego, yo no era quien ella tenía en mente. No era musulmana y ni siquiera me acercaba a su edad. Pero la emoción, la magia que compartimos, fue quizá lo que le hizo pensar en las palabras de su madre.
Era ferozmente protector conmigo. Una vez, mientras se probaba una chaqueta en una tienda para hombres, el vendedor se refirió a mí como su madre. Furioso, tiró la chaqueta al suelo y se marchó. Corrí tras él. “¿Qué haces?”, le pregunté.
“Te insultó llamándote mi madre”.
“¿No sabes que eso es un cumplido para mí?”, le dije. “Realmente podría ser tu abuela”.
“Así que estoy con una abuela sensual, no con una madre sensual”, dijo riendo.
Ahora ya estábamos en buen camino.
“Este es el mejor momento de nuestras vidas”, dijo.
No podría haber estado más de acuerdo. Le cocinaba toda su comida sana (comía cada cuatro horas). Estábamos mucho tiempo en la cama. Trabajaba en la computadora y me daba juegos para entretenerme y que él pudiera trabajar en paz.
Yo jugaba durante horas Crazy Birds, y cuando me quedaba atascada en un nivel, él me ayudaba a avanzar. Pero hacia la 1 de la madrugada salíamos al balcón, respirábamos el aire nocturno y luego bajábamos corriendo varios tramos de escaleras, riéndonos, y nos íbamos en su auto deportivo. Acabábamos en el embarcadero de algún lago hablando y dormitando hasta las 5 de la mañana, cuando el mundo nos despertaba con su suave aliento y sus gorjeos.
Íbamos a desayunar a Fran’s Restaurant, y a eso de las 8 de la mañana nos íbamos a casa a dormir. Mi casa estaba en venta y oíamos a los agentes inmobiliarios aporrear la puerta intentando entrar con sus clientes, pero yo tenía cadenas y cerraduras puestas, así que nos reíamos desde el dormitorio y los ignorábamos. Fueron días muy lujuriosos.
Mencionó llevarme a Irán a conocer a sus padres. ¿A Irán? ¿Con sus padres?
“En mi fe, la edad es irrelevante”, dijo. “Una mujer puede ser mucho mayor que un hombre. Y puedo casarme con cristianas y judías, un matrimonio de verdad”.
“No puedo ir a Irán”, le dije. “Te estaría besando públicamente y acabaría en la cárcel. Además, soy periodista. No tengo pelos en la lengua”.
“Mi país es hermoso”, dijo. “Te llevaré a las montañas”. Pero dijo que le preocupaba la situación política extrema del país.
Con la invitación a conocer a sus padres, la realidad por fin se asentó. Nuestra diferencia de edad era demasiado extrema. ¿En qué estaba pensando? Este joven quería llevarme a casa de sus padres.
“Mis padres te amarán”, dijo.
“No, no lo harán”, respondí. “Se horrorizarán, y no los culpo”.
Después, tras terminar su segundo año de medicina, vino a visitarme a las Bahamas, donde yo vendía inmuebles. Pero al cabo de un mes, le dije que tenía que marcharse, encontrar a una mujer más joven y seguir con su vida, antes de que yo se lo arruinara todo. Yo tenía que ser la madura de la situación, y odiaba sentirme así.
Cuando terminamos y ya vivíamos en diferentes partes del mundo, le envié un correo electrónico y le pregunté: “Al final, ¿qué signifiqué yo para ti?”.
Me contestó con una palabra: “Nada”.
Se me encogió el corazón. ¿Nada? Yo había sentido muchas cosas por él. Estaba dolida, destrozada. A lo largo de las semanas, seguí mirando aquel correo electrónico. Entonces, un día me di cuenta de que después de “Nada”, había añadido puntos que bajaban por la página. Me desplacé hasta que por fin vi otra palabra: “¡Todo!”.
Y me acordé. Habíamos visto juntos “El reino de los cielos”, de Ridley Scott. Al final, cuando el personaje de Orlando Bloom pregunta a Saladino, un personaje basado en el antiguo sultán de Egipto: “¿Cuánto vale Jerusalén?”. Saladino responde: “Nada”, y se aleja. Pero luego se detiene, mira hacia atrás y dice: “Todo”.
Había significado todo para aquel joven brillante de otro mundo que había sacudido el mío. Y, durante un tiempo, él lo había sido todo para mí.