¿Qué nos recuerda Ana Frank en estos días?

Vida
/ 20 febrero 2017

Seguramente todos conocen la historia de Anna Frank, pero vale la pena contarla una y otra vez. Es tan pertinente hoy como cuando se publicó su diario en 1952.

La semana pasada visité la famosa casa de Anna Frank en Ámsterdam, el anexo secreto donde Anna, de 13 años, y su familia, se ocultaron durante más de dos años durante la ocupación nazi en la Segunda Guerra Mundial.

Recorrer los cuartos de este anexo secreto, con los ecos de las palabras de Anna, es como caminar en un santuario. Los techos son bajos, las ventanas están cerradas con cortinas opacas. Es fácil ver por qué Anna registra en su diario:

“Deambulo por las habitaciones, bajando y subiendo escaleras, y me da la sensación de ser un pájaro enjaulado al que le han arrancado las alas violentamente, y que en la más absoluta penumbra choca contra los barrotes de su estrecha jaula al querer volar… Me tumbo en uno de los divanes y duermo para acortar el tiempo, el silencio, y también el miedo atroz, ya que es imposible matarlos”.

La familia de Anna se trasladó de Fráncfort, Alemania, a Ámsterdam, cuando Hitler subió al poder. Holanda había sido durante largo tiempo refugio para perseguidos, recibiendo durante siglos a grupos como los Hugonotes franceses del siglo XVI y los Puritanos ingleses en el siglo XVII.

Todo esto cambió cuando los alemanes invadieron Holanda en 1940. Los judíos fueron proscritos de muchos establecimientos. Anna escribe en su diario, “los judíos tuvieron que llevar una estrella amarilla en su vestimenta, entregar sus bicicletas y ya no pudieron viajar en tranvía, para no hablar de automóviles… No podían salir a la calle después de las ocho de la tarde… Se les prohibieron todos los deportes… Los judíos tenían prohibido visitar a sus amigos cristianos”.

Cuando convocaron a la hermana de Anna, Margot, para su deportación, la familia Frank se vistió con varias capas de ropa, caminó hasta el frente de la fábrica de pectina de su padre y se deslizó dentro, desapareciendo del mundo.

En la pared del dormitorio de sus padres en el anexo secreto, una serie de marcas de guiones registran el crecimiento de Anna y Margot durante sus 25 meses en el escondite. En el exiguo cuarto de Anna, que compartía con un amigo de la familia, fotos de actrices y estrellas infantiles de Hollywood salpican las paredes.

Fue en esta habitación, donde ella negoció apenas una hora por día para pasar tiempo sola escribiendo sentada al pequeño escritorio. La claustrofobia de vivir en un lugar tan estrecho con otras siete personas se siente en cada página del diario de Anna.

“¿Es mezquina y egoísta la mayoría de la gente? Me parece útil haber aprendido algo sobre la mente humana, pero empiezo a sentirme cansada”, escribió Anna. “A la guerra no le importan nuestras rencillas o nuestros deseos de aire y libertad, y por lo tanto debemos tratar que nuestra estancia aquí sea lo más placentera posible. Estoy sermoneando, pero es que creo que si sigo mucho más tiempo aquí encerrada me convertiré en una vieja avinagrada. ¡Cuánto me gustaría poder seguir comportándome como una chica de mi edad!”

Los ocho judíos escondidos fueron alimentados y protegidos por un grupo de amigos y colegas de los Frank, que arriesgaron sus vidas a diario llevándoles comida, libros y noticias del mundo exterior.

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“El mejor ejemplo de ello, sin duda, son nuestros propios protectores, que nos han ayudado hasta ahora a sobrellevar nuestra situación y, según espero, nos conducirán a buen puerto; de lo contrario, compartirán el destino de aquellos que tratan de proteger. Nunca les hemos oído hablar, ni una palabra, de la carga que somos. Ninguno de ellos se ha quejado jamás del problema que representamos”.

El diario era un consuelo para Anna. Su padre lo guardaba en un maletín junto a su cama, con la promesa de no leerlo nunca. Mientras tanto, la familia esperaba ansiosamente que las fuerzas aliadas avanzaran. Sobre la pared de Otto Frank, un pequeño mapa de Europa muestra dónde iba siguiendo los movimientos de las tropas con alfileres.

El 6 de junio de 1944, el Día D, Anna escribió: “… Lo más hermoso de la invasión es que me da la sensación de que quienes se acercan son amigos… Tal vez, dice Margot, en septiembre u octubre pueda volver al colegio”.

Ocho semanas más tarde, los Frank fueron descubiertos y enviados a Auschwitz. Los diarios en el maletín quedaron desparramados en el piso del anexo secreto.

Anna y su hermana murieron de tifus poco antes de que terminara la guerra. De las ocho personas que estuvieron escondidas, sólo el padre de Anna, Otto, sobrevivió. Deambuló muchas semanas buscándolas. Cuando descubrió que habían muerto, regresó a Ámsterdam, donde los protectores de la familia le entregaron los diarios que habían rescatado del anexo.

Otto Frank se propuso como misión sacar a la luz las palabras de Anna y preservar el anexo secreto como un monumento al espíritu humano. Dijo: “Para construir el futuro, es necesario conocer el pasado”.

Por eso, aunque la historia de Anna pueda resultar conocida, vale la pena contarla una y otra vez. Es tan pertinente hoy como lo era cuando su diario se publicó en 1952.

La historia quizá no se repita con una semejanza absoluta, pero cada generación debe enfrentar las verdades sagradas. La historia de Anna nos recuerda que quienes llevan el título de “refugiado” tienen esperanzas y miedos, familias y fe.

Todos los niños, sin importar su raza, religión o nacionalidad, merecen tener la oportunidad de llegar a ser jóvenes que viven su edad.

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