Una vieja carta de amor despierta recuerdos
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ARRASTRARSE AL PASADO ES VIVIRLO DE NUEVO.
Por: Elizabeth Uphoff Courtney
No tenía intención de encontrarla, esa misiva que desencadenó tantos recuerdos de mi pasado. Estaba buscando otra cosa, esculcando en una vieja caja de mi sótano, cuando me topé con una carta de amor de hacía décadas entre postales, artículos y fotos.
Llevaba matasellos de septiembre de 1991 y estaba dirigida a mí por correo ordinario en la oficina de correos de Block Island. Es un milagro que la recibiera. Era larga: cinco páginas de prosa manuscrita a espacio sencillo, en las que un hombre del que me había enamorado profundamente desnudaba el alma.
Escribió: “Una parte de mí detesta el arte, la literatura y la búsqueda de lo eterno. Una parte de mí no podría vivir sin ello. Estoy desgarrado, abatido y confundido”.
Siguió ahondando en nuestra creciente pasión. “Sacas lo mejor de mí, pero no lo consumes; juegas con él, lo vapuleas, lo avivas, pero no lo consumes. Después de estar contigo, me siento recargado. Te respeto por tu amor, por tu fuerza y por tu franqueza. Nunca he encontrado una mujer tan segura de su cuerpo”.
El sentimiento era mutuo. Este hombre era mi igual en todos los sentidos: intelectual, sexual. Era sorprendentemente bello, de ascendencia alemana, como yo. ¿Quizá nuestros antepasados se habían amado en una época lejana?
No éramos extraños cuando nuestras vidas chocaron —nos habíamos conocido en la universidad—, pero cualquier atracción de entonces estaba atenuada por el hecho de que manteníamos relaciones amorosas con otras personas.
Años más tarde, él estaba de vacaciones con su familia en Block Island, donde yo trabajaba como camarera en el Hotel Manisses. Me vio conduciendo por la ciudad, y más tarde recorrió toda la isla en busca de mi auto, con una característica que lo distinguía: una calcomanía de nuestra alma mater pegada sobre la ventanilla trasera. Fue una gran sorpresa cuando llegó a la casa que alquilaba con unos amigos y me encontró sentada en el porche. Congeniamos al instante y planeamos una cita. Y, como suele decirse, lo demás es historia. Una explosión de mentes y espíritus, y una absoluta química sexual.
Recordaba aquella época en su carta, describiendo a las mujeres con las que había estado saliendo: “Todas se sentían tan indefensas, tan dispuestas a entregarse; no me refiero a sus cuerpos, sino a su dignidad. Se entregaban a mí. Tú, en cambio, me abordaste. Me llevaste a una roca en un estanque infestado de tortugas mordedoras y te me fuiste encima. Me mataste, en el buen sentido, por supuesto. Admiro a las mujeres fuertes”.
Sonreí al recordarlo, recordando nuestra excursión a medianoche para bañarnos desnudos en el estanque Sachem y el encuentro amoroso que tuvimos en la roca. Fue tan intenso que perdí una preciada posesión, un brazalete de jade y plata fabricado por la tribu de los shoshone en Wyoming. Una reliquia olvidada, enterrada durante mucho tiempo bajo el lodo salobre.
Nos conocimos en un momento terrible, ambos veinteañeros, buscando a tientas el camino a seguir, intentando averiguar en qué dirección apuntaban nuestras brújulas. Yo acababa de regresar de Europa; él estaba a punto de embarcarse en un viaje de un mes en bicicleta por Estados Unidos.
Me escribió: “Soy temerario por ti. No puedo creer que vaya a estar tanto tiempo lejos de ti. ¿Cómo te sentirás? Por otro lado, ¿crees que alguna vez podremos pasar mucho tiempo juntos? No estoy seguro. El sexo podría matarnos. Pero estoy dispuesto a intentarlo. ¿Alguna idea? ¿Austria? ¿Alemania? ¿Londres? ¿California? ¿Canadá? Esto podría ser demasiado pesado”.
En aquel momento, mi corazón había estallado de alegría ante sus palabras, al ver nuestras conversaciones íntimas plasmadas en bolígrafo y papel, haciendo referencia a lugares que eran importantes para los dos. Todo lo que quería era abrazarlo, besarlo y gritar: “¡Sí!”. Pero ni siquiera tenía forma de ponerme en contacto con él durante el viaje, antes de que existieran los teléfonos móviles e internet. ¿Habría sido una locura reorganizar nuestras vidas después de tan poco tiempo? Sí. Pero yo habría estado al borde de la locura por ese hombre, y creo que él nunca lo habría sabido.
Nunca tuvimos la oportunidad de explorar esas tentadoras opciones. El escaso tiempo que pasamos juntos aquel otoño estuvo plagado de encuentros incómodos, en parte porque ninguno de los dos teníamos una vida estable ni una idea clara de nuestro futuro. Al menos, yo no la tenía. Es más, no podía darle lo que necesitaba, en cuanto a palabras. Un amor anterior me había condicionado a no revelar demasiado.
Había un millón de cosas que quería decirle a ese hombre. Estaba de acuerdo con todo lo que había escrito. Pero no podía, o no quería, escribirlo. Hace ya tanto tiempo que no lo recuerdo. En cualquier caso, todo lo que escribí no fue suficiente, y aquella Navidad se me rompió el corazón cuando él compartió su decepción por mi incapacidad para expresar mis sentimientos como él lo había hecho.
Para entonces, yo me había mudado a California y él estaba haciendo las maletas para Europa. Pasamos nuestro último día juntos en una playa de Santa Mónica, sabiendo que las cosas se habían echado a perder.
Creo sinceramente que si él y yo nos hubiéramos arriesgado y nos hubiéramos mudado juntos a otro lugar, podríamos haber compartido un amor y una vida increíbles. Pero era demasiado para contemplarlo entonces, y no pudimos superar las barreras estructurales y emocionales.
Ahora, casi 35 años después, creo que era un compañero perfecto para mí en más de un sentido, lo cual confirma ese instinto primario que tenía de joven. Las cosas podrían haber funcionado. Pero no funcionaron.
Escribió: “No quiero a una joven frágil y delicada tomada de mi brazo; quiero una mujer que pueda cuidarse, una mujer a la que pueda temer, amar, respetar y con la que pueda retozar”.
Esas palabras me queman ahora, casi tanto como cuando me lo encontré un par de años después con su mujer del brazo, a la que había conocido poco después de salir conmigo. Se disculpó bromeando sobre su conexión, al parecer, y yo intenté no mostrar cuánto me dolía.
Tomé caminos diferentes, amé a hombres diferentes, y estoy agradecida por esas experiencias. Especialmente por el hombre con el que me casé y los hijos que compartimos. Pero, cuanto mayor me hago, más cómoda me siento con la ambigüedad y la dualidad que coexisten en mi corazón. Amo desesperadamente a mi marido, y lamento que esa otra relación no funcionara.
Hacía mucho tiempo que él y yo no estábamos en contacto, así que hice una búsqueda rápida en internet. Para mi sorpresa, descubrí que, después de años viviendo a miles de kilómetros de distancia, él y su mujer viven ahora muy cerca de mí. Peligrosamente cerca. He pensado en llamarlo, pero no lo he hecho. Me encantaría verlo, pero no tengo prisa.
Había escrito, después de describir lo que quería en una mujer: “¿Eres esa mujer? A veces lo parece. Pero somos jóvenes. No quiero empañar lo que tenemos pronosticando un futuro serio/delicioso. Por ahora, te quiero tal como eres, y dentro de unas semanas, te extrañaré y te desearé”.
Enterré la cabeza entre las manos tras leer esas palabras, extrañando a ese hermoso hombre poético y la pasión que compartíamos. Pero ahora somos mayores y tenemos familia. Hicimos nuestras elecciones, tomamos caminos diferentes. ¿Qué podríamos compartir ahora, cuando ese tipo de amor o de futuro ya no está sobre la mesa?
En cualquier caso, lo más importante que quiero decirle son las palabras que he escrito aquí: Te amé profundamente una vez y siento mucho que nuestra relación no funcionara.
Quizá lea este ensayo algún domingo por la mañana, tomando café en la mesa de su cocina. ¿Se reconocerá a sí mismo o a sus palabras? ¿Sentirá lo mismo? En cierto modo, no importa. Siempre podré saborear nuestros recuerdos: las fotos, las cartas y las postales. Un capítulo más de una rica vida por la que estoy tan agradecida.
Lo más probable es que también haga otra cosa. El año pasado experimenté una gran evolución en mi vida y empecé a escribir libros, casi tres hasta ahora, todos sobre el amor y las relaciones. Es lo más divertido que he hecho y, para bien o para mal, ahora soy más capaz de expresar mis sentimientos por este hombre.
Y esa, intuyo, es quizá la mejor y más segura manera de trabajar algunas de las emociones que volví a vivir cuando leí su carta. Escribir una historia de amantes maldecidos por las circunstancias y el mal momento. Puedo verla ahora en mi mente, en una cálida tarde de verano en Block Island.