Autoridades desacreditan a periodistas que son asesinados o desaparecidos: Artículo 19

Internacional
/ 18 abril 2017

Crímenes pasionales, prostitución, narco y vínculos delincuenciales, ejemplos de acusaciones

Por Blanche Petrich
 
La impunidad casi total que encubre a quienes matan y agreden periodistas en México –99.7 por ciento de los casos no llegan a un esclarecimiento, según la Fiscalía Especial para la Atención de Delitos Cometidos contra la Libertad de Expresión (Feadle)– obedece a un patrón de conducta de quienes tienen la responsabilidad de aplicar la justicia en estos casos.

Las fiscalías y procuradurías correspondientes primero desacreditan a las víctimas, desligan los móviles del crimen de su actividad periodística y protegen a los políticos involucrados. Por otra parte, los diversos mecanismos de protección que se han formado son inoperantes e incapaces de garantizar la labor periodística.

A grandes rasgos esta es la conclusión a la que llega la organización Artículo 19, luego de analizar seis casos emblemáticos de periodistas asesinados en los años recientes. El informe actualiza sus estadísticas con hechos de 2016, cuando se perpetraron 11 homicidios en el gremio de la prensa. Los cuatro casos que van en los primeros cuatro meses de 2017 no alcanzaron a ser considerados en el estudio.

Esta organización sostiene que el patrón que guía la labor de los investigadores ‘‘deja muy lejos la mínima garantía de justicia’’ y en consecuencia ‘‘vulnera el derecho a la verdad, porque los periodistas optan por la autocensura ante la falta de condiciones para ejercer el periodismo’’. Para sustentar el punto, el estudio de la institución –que hace una década abrió su sección México–, bajo la dirección de Ana Cristina Ruelas, analiza los principales rasgos que, sin variar, se reproducen en el desarrollo de las investigaciones judiciales de cinco de los casos emblemáticos de asesinatos de periodistas.

Primero, el caso de Regina Martínez, corresponsal de Proceso (asesinada el 26 de abril de 2013). La fiscalía veracruzana desvió la línea de investigación y la cerró bajo la premisa de un ‘‘crimen pasional’’. Negó el crimen como consecuencia del trabajo crítico de la reportera.

Le sigue el asesinato de Gregorio Jiménez, reportero de El Liberal del Sur, secuestrado el 11 de febrero de 2014 en Coatzacoalcos. La misma fiscalía privilegió la línea de ‘‘problemas con sus vecinos’’.

Por lo que hace al fotógrafo Rubén Espinosa, de Proceso y Cuartoscuro, muerto en el quíntuple homicidio de la colonia Narvarte (31 de julio de 2015), el expediente derivó en involucrar a las víctimas en un escenario de prostitución y narcotráfico. La procuraduría capitalina desvaneció toda línea hacia el gobierno de Veracruz, de donde Rubén había huido por amenazas, y ha intentado cerrar el caso.

En la averiguación del homicidio de otra veracruzana, Anabel Flores, periodista de El Sol de Orizaba, el 9 de febrero de 2016, la fiscalía concluyó que fue ‘‘por sus vínculos con delincuentes’’. El entonces procurador estatal, Luis Ángel Bravo, no tuvo empacho en llamar a la víctima ‘‘malandra’’.

Está por último el caso del oaxaqueño Salvador Olmos, locutor de la radio Tu Un Nuu Savi, detenido por la policía local el 26 de junio de 2016, en el contexto del conflicto magisterial. Al intentar escapar fue atropellado por una patrulla. Adicionalmente, para documentar la desprotección sistémica del ejercicio periodístico, se estudia el caso de Pedro Tamayo, reportero de asuntos policiacos de El Piñero de la Cuenca, Veracruz, amenazado y perseguido en numerosas ocasiones.

A pesar de acudir en busca de protección a la Comisión Estatal para la Protección y Atención a Periodistas, fue acribillado frente a su casa el 20 de julio de 2016. Él y su esposa, Alicia Blanco, habían sido ‘‘reubicados’’ en otro estado, pero en condiciones tan precarias que se vieron obligados a regresar a su casa.

La esposa de Tamayo continuó su labor periodística y recibió amenazas de que incendiarían su casa. Y la incendiaron. Su hijo Abraham Tamayo fue detenido violentamente. Se le fabricó un caso de secuestro. Sigue preso y bajo proceso.

Los números

Varias de las valoraciones estadísticas que aporta el reporte 2016 de Artículo 19 arrojan información novedosa sobre el tema. Establecen, por ejemplo, que contrario a lo que pudiera creerse, no es el crimen organizado el principal perpetrador de las agresiones contra la prensa, sino las autoridades.

Se atribuyen a funcionarios públicos 226 de los ataques a los periodistas y los medios. En 83 casos no hay elementos suficientes para determinar alguna responsabilidad, en 69 se identifica al atacante como un ‘‘particular’’ y en 17 se trata de la delincuencia. En cuanto al nivel de gobierno de los supuestos perpetradores, 91 son del ámbito estatal, 79 del municipal y 56 del federal.

La prensa escrita suele ser el blanco mayoritario de estos ataques. Figuran en primer lugar los medios digitales (se incluyen redes sociales), con 189 agresiones y los impresos con 103. Se enumeran los medios más atacados. El primero es El Piñero de la Cuenca, con 15 agresiones en 2016. Le siguen Aristegui Noticias, 12; Reforma, 11; La Jornada, 10, y Proceso, 7.

En cuanto al nivel y cargo de informadores atacados se revela que, juntos, corresponsales y reporteros son quienes se llevan la peor parte con 199 agresiones. Le siguen los 56 ataques sufridos por fotorreporteros.

A pesar del sostenido ascenso estadístico de las agresiones en el sexenio de Enrique Peña Nieto, hasta ahora la administración de Felipe Calderón sigue figurando como la de mayor peligro para el ejercicio periodístico. En ese periodo (primero de diciembre de 2006 a 30 de noviembre de 2012) hubo 48 periodistas asesinados y 15 desaparecidos. En lo que va del sexenio de Peña Nieto ha habido 27 asesinatos en 2016 (van cuatro en 2017) y tres desapariciones forzadas.

Tamaulipas, el silencio

En el citado reporte, Tamaulipas mereció un capítulo aparte. Es la entidad que, con mucho, aplicó el mayor presupuesto de todos los estados. En 2016 aprobó y ejerció 932 mil millones de pesos en este rubro. En el estado se edita una veintena de periódicos, impresos o en línea, y funciona una docena de canales de televisión, locales o repetidoras.

Sólo como contraste, Ciudad de México, con mayor concentración de población y medios, ejerció poco menos de 81 millones de pesos en esta materia. En la década anterior en el estado de Tamaulipas –desde tiempos de Tomás Yarrington– se registraron 11 hechos catalogados como masacres, con 287 muertes.

En su cuenta de agresiones a la prensa suman 13 periodistas asesinados y seis desaparecidos, en un tercer lugar después de Veracruz y Chihuahua.

En Tamaulipas los reporteros suelen limitar su cobertura a reproducir boletines, describir obras del gobierno y accidentes automovilísticos. Incluso en este tema deben tener cuidado si hay alguien poderoso involucrado. Saben qué palabras y tópicos no pueden tocar: cárteles, balaceras, enfrentamientos, ejecuciones, desapariciones. De la corrupción, pasada o presente, tampoco se habla en esa entidad.

Artículo 19 llama a este problema ‘‘ruptura del flujo informativo’’. Cita un trabajo del Centro de Investigación y Docencia Económicas, el cual documentó que entre 2007 y 2012 la prensa tamaulipeca sólo cubrió 15 por ciento de los hechos relacionados con la violencia y el narcotráfico, justo en el periodo en que se registró la masacre de San Fernando y posteriormente el hallazgo de fosas clandestinas en los alrededores, y en el lapso en el que se desarrolló lo más cruento del choque entre el cártel del Golfo y Los Zetas.

Se documenta la operación de ‘‘jefes de prensa’’ de los cárteles, que interactúan con los responsables de la información en los medios. A lo largo no de años, sino de décadas, tomaron forma nuevas reglas no escritas y al final se impuso ‘‘el silencio como estrategia de adaptación… normalizada por las generaciones más jóvenes’’.

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