Compleja la relación de Beto O’Rourke con México
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Para O’Rourke, El Paso simboliza las posibilidades de intercambio cultural y poder económico entre Estados Unidos y México cuando no reina el temor.
A los 32 años Beto O’Rourke no supo qué quería decir el mensaje que le había llegado a su teléfono. Solo sabía que se lo enviaba una mujer a quien había llevado a pasear a México tres días atrás en una cita a ciegas y supuso que era una buena señal.
Sucedió en diciembre del 2004. O’Rourke y Amy Sanders estacionaron su auto cerca del puente internacional que une El Paso y Ciudad Juárez y cruzaron el río Bravo caminando. Tomaron margaritas en el Kentucky Club, un bar de 99 años que llevaba el nombre de destilerías que abrieron del lado mexicano de la frontera durante la prohibición de venta de bebidas alcohólicas en Estados Unidos en la década de 1920.
Cenaron en Martino’s, un restaurante frecuentado por la familia de O’Rourke los domingos al mediodía. Después fueron a El Recreo, un bar tranquilo ideal para conversar. Antes de regresar a El Paso, visitaron la catedral de la ciudad y la capilla de Nuestra Señora de Guadalupe, donde no se pusieron de acuerdo en torno a cuándo había sido construida.
Ahora, Sanders le había aclarado las dudas. La construcción de la capilla comenzó en 1659.
La pareja se comprometió apenas tres meses después.
Para O’Rourke, el cruce de la frontera esa noche pareció predestinado. Sanders acababa de llegar a El Paso y él quería que ella entendiese que esa ciudad y Ciudad Juárez eran “dos mitades de una comunidad” y que, si la relación se profundizaba, ella estaría muy involucrada en una atmósfera binacional.
“Ella se sintió muy bien en (Ciudad) Juárez”, declaró O’Rourke a la Associated Press en una entrevista. “Para mí esa es una buena forma de conocer a una persona. Si no te gusta, no hay problemas. Pero probablemente no nos llevemos demasiado bien”.
Para este ex legislador texano, hoy aspirante a la presidencia de Estados Unidos, El Paso, y por extensión Ciudad Juárez, sigue siendo algo clave en su forma de ver el mundo. La ciudad es uno de los principales referentes de su imagen pública, parte de su historia personal y mención obligada en sus discursos de campaña.
Para O’Rourke, El Paso simboliza las posibilidades de intercambio cultural y poder económico entre Estados Unidos y México cuando no reina el temor. Es además una espada que usa para criticar la política de Donald Trump de construir muros cada vez más altos a lo largo de la frontera.
“El Paso es una mitad de la comunidad binacional más grande del mundo, unida, no separada, por el río Grande (Bravo para México)”, dice una y otra vez O’Rourke en sus actos. “Somos una sola comunidad y es algo muy lindo. Nada de lo que haya que avergonzarse”.
La realidad de la relación de O’Rourke con El Paso, sin embargo, es menos cristalina, más compleja.
Pasó buena parte de su infancia desando irse a otro lado. Y lo hizo, a una escuela de elite de la costa atlántica a 3000 kilómetros (1900 millas) de distancia. Regresó, se casó e inició su carrera política, la cual inicialmente fue financiada por los ricos de El Paso. Algunas de sus posturas en esos tiempos no cayeron nada bien entre las comunidades que ahora ofrece como modelos. Y si bien ahora habla de destruir los muros erigidos entre El Paso y Ciudad Juárez a partir de la década del 70, el año pasado votó a favor de aprobar nuevas barreras.
Ese tipo de actitudes siguen molestando a algunos residentes de una ciudad que todavía registra tensiones étnicas y de clase de las que O’Rourke rara vez habla.
“No nos apoya porque somos gente del barrio”, declaró Antonia Morales, de 90 años y quien vive en el barrio de Duranguito, donde las autoridades comenzaron desmantelar viviendas y acordonar calles en la esperanza de construir un estadio deportivo. “Pero somos parte de El Paso. Esta es la historia de El Paso”.
De las dos urbes, Ciudad de Juárez es la más grande. Fundada junto al viejo Camino Real, El Paso surgió como un complemento de su vecino del sur.
Para cuando nació Robert Francis O'Rourke, un texano de cuarta generación, en 1972, El Paso era un centro industrial conocido como la capital mundial de los jeans. Levis, Guess y otras marcas producían sus pantalones en fábricas de la zona. Las familias blancas como la de O’Rourke eran minoría: El 57% de la población era hispana, según el censo de 1980.
O’Rourke se crió en un barrio exclusivo de casas con techos de tejas rojas y espectaculares vistas de El Paso y de las laderas de las montañas Franklin, en el extremo sur de las Rocosas. La casa tenía una enorme piscina rectangular que la familia usaba mucho para combatir el calor.
Ciudad Juárez está pegada, visible desde casi cualquier sector de El Paso, incluida la calle de los O’Rourke. Canales surcan un río Bravo que a menudo es más un charco que un río.
“No parece otro país”, comentó la representante Verónica Escobar, quien ocupó la banca de O’Rourke cuando este inició su campaña por el escaño de Ted Cruz en el Senado federal y logró proyección nacional a pesar de perder por escaso margen.
Ciudad de Juárez parece más bien un suburbio de El Paso. Miles de niños cruzan la frontera a diario para ir a escuelas de El Paso, lo mismo que estudiantes universitarios y gente que vive del lado mexicano y trabaja del lado estadounidense. Incluso los residentes de El Paso que no hablaban español, o la mezcla de inglés y español conocida como pocho, a menudo cruzaban la frontera para ir de compras del lado mexicano durante el receso para el almuerzo. También iban al médico o al dentista, ya que cobran mucho menos que los de Estados Unidos.
Por entonces no hacía falta un pasaporte y no había colas en la frontera. Sobre todo si uno cruzaba a pie.
“Era algo exótico y emocionante”, señaló Mary Polk, vecina y gran amiga de los padres de O’Rourke. “Teníamos esta maravillosa comunidad allí y nos criamos con esa sensación”.
A pesar de sentirse parte de una cultura binacional, algunos mexicanos resienten el hecho de ser considerados algo diferente, antes y ahora. O’Rourke dice que hay un cierto trasfondo clasista en la relación entre El Paso y Ciudad Juárez, a pesar de que él mismo puede haber perpetuado algunos de esos estereotipos.
En un libro que escribió con otros en el 2011, O’Rourke describió a Ciudad Juárez como “un sitio para llevar a los visitantes a mirar embobados, divertirse y después volver a casa. Tomas cerveza por 50 centavos la botella, compras algunos recuerdos en el mercado y tal vez visitas la catedral”.
Agregó: “El Paso tiene esos grandes bancos, carreteras y calles ordenadas, jardines bien cuidados. (Ciudad) Juárez tiene mucha vida en las calles, el enorme contraste entre ricos y pobres y el caos estimulante de 350 años de construcción sin planificación y calles serpenteantes”.
"Bob Dylan le canta a (Ciudad) Juárez", dijo O’Rourke, "El Paso tiene a Marty Robbins”.
Los O’Rourke fueron parte de la elite de la ciudad. La madre del aspirante a la presidencia tenía una tienda de muebles caros, Charlotte’s, fundada por su madre. Su padre, Pat, era un comisionado demócrata del condado de El Paso y juez de condado. En 1992 cambió de partido y se postuló como republicano a una banca legislativa, sin éxito.
La madre de O’Rourke, Melissa, y su hijo, el mayor de tres hermanos, aprendieron a hablar bien español escuchando a las empleadas domésticas y a amigos mexicanos. O’Rourke, quien jugó al fútbol de chico, recuerda que iba a Ciudad Juárez a los cumpleaños de compañeros de escuela. De niño lo llamaron “Beto”, un apodo bastante común en la zona.
“El Paso es el pueblo más grande del mundo, es notable y mete miedo en cierto sentido”, bromeó Howard Campbell, profesor de antropología cultural de la Universidad de Texas de El Paso y amigo de O’Rourke. “Es poco probable que cometas una fechoría y nadie se entere”.
“Hay una gran intimidad y mezcla entre anglos y mexicanos”, manifestó Campbell. “No tiene a la comunidad blanca por un lado y a los pardos del otro”.
O’Rourke ahora describe a El Paso como el sitio donde “Texas se encuentra con el resto del mundo”, la nueva Ellis Island de Estados Unidos, en alusión al islote frente a Manhattan por donde los inmigrantes ingresaban al país en la primera mitad del siglo pasado. De adolescente, sin embargo, se sentía aislado y ansiaba irse de este desierto. Quería vivir en un sitio más intenso, con música más moderna y más posibilidades para el futuro.
“Cuando pasas tu infancia allí, estás lejos de todo”, comentó Mike Stevens, quien conoció a O’Rourke jugando al básquetbol en la secundaria y luego integró con O’Rourke una banda punk llamada Foss.
Después de completar el noveno grado, O’Rourke les dijo a sus padres que quería seguir estudiando en otro lado. Fue a parar a la Woodberry Forrest, un internado para varones en Virginia a 128 kilómetros (80 millas) de Washington.
“Fue un gran reto ir a esa escuela, los estudiantes eran muy diferentes y también el nivel académico era distinto al de El Paso”, expresó Melissa O’Rourke.
De Woodburry O’Rourke pasó a la Universidad de Columbia y después estuvo cuatro años en Nueva York haciendo de todo: cuidando niños, trabajando para una firma de transportes especializada en el traslado de obras de arte, como corrector de pruebas de una editorial y en la página web de su tío. Un día, en un tren subterráneo atestado que lo llevaba de Brooklyn, donde compartía una vivienda con amigos, hasta el Bronx, donde trabajaba para la editorial, se dio cuenta de que necesitaba un cambio.
“Me acuerdo de cuando llamó y dijo ‘necesito irme de Nueva York’”, recordó su madre. “Le dije, ‘muy bien, ¿adónde piensas ir?’, sin pensar que diría El Paso”.
O’Rourke insiste en que no regresó porque pensase que las cosas serían más fáciles para él, como pescado grande en un pozo pequeño. Pensó trabajar en principio para la mueblería de la familia, donde acababa de irse un gerente de inventarios. Pero terminó fundando una firma de diseño a partir de la internet que funcionaba en su departamento.
“Cuando me fui de El Paso, no veía la forma de irme y pensé que jamás volvería”, admitió O’Rourke. “Pero regresar en 1998 fue lo mejor que hice. Vi todo con otros ojos y comprendí que había pasado la infancia en este lugar tan rico que es El Paso, Ciudad Juárez y el Desierto de Chihuahua”.
O’Rourke se unió a organizaciones cívicas y trabajó como voluntario con agrupaciones comunitarias. Encontró su lugar en el mundo. Y poco después encontró la política.
“En El Paso tenía una razón de ser, algo que no tenía en Nueva York”, dijo O’Rourke. “Fue una sensación muy linda, que nunca me dejó”.
Hacia 1998, muchos puestos de trabajo de El Paso, más que en ninguna otra parte del país, se habían trasladado a México en el marco del Tratado de Libre Comercio de América del Norte. Numerosas fábricas se instalaron en Ciudad Juárez y O’Rourke dice que sintió que su ciudad “había tocado fondo”.
Luego la vio renacer con la expansión de la base del ejército Fort Bliss y de los sectores médico, tecnológico y de investigaciones. Esos empleos empezaron a compensar los que se habían perdidos en el sector fabril.
O’Rourke les dijo a sus amigos que le preocupaba la partida de los jóvenes en busca de oportunidades en otros sitios, como había hecho él. La lucha contra la fuga de cerebros fue uno de los caballitos de batalla en su campaña por una banca en el concejo municipal, a la que se postuló poco después de la cita a ciegas con Amy Sanders.
Los ataques terroristas del 11 de septiembre hicieron que aumentase la vigilancia de la frontera y el tiempo de espera para cruzar el puente, sobre todo de quienes manejaban de México hacia El Paso. En el 2007, el presidente mexicano Felipe Calderón le declaró la guerra a los narcotraficantes y mandó al ejército y a la policía federal a Ciudad Juárez. En los cuatro años siguientes la ciudad fue uno de los sitios más peligrosos del mundo. Llegó a haber 3,700 asesinatos en un año.
Muchos residentes de El Paso dejaron de ir a Ciudad Juárez. El baño de sangre del lado mexicano de la frontera, no obstante, se hizo sentir en la economía de El Paso, ya que decenas de miles de personas, incluido el alcalde de Ciudad Juárez, se vinieron a vivir legalmente a El Paso.
O’Rourke empezó a postular la legalización del a marihuana como una forma de reducir los incentivos de los carteles y las matanzas en México. Su libro, que escribió con la concejal Susie Byrd, “Dealing Death and Drugs" (Haciendo frente a la muerte y las drogas), afirma que “en algún momento tenemos que admitir nuestra complicidad en los asesinatos y la brutalidad de (Ciudad) Juárez”.
O’Rourke fue concejal desde el 2005 hasta el 2011 y apoyó al principio un proyecto que trasformaría algunos de los barrios más viejos de la ciudad, lo que haría que suban los precios de las propiedades y beneficiaría a los propietarios de gran cantidad de viviendas, como su suegro William Sanders.
En medio de críticas de que anteponía los intereses de esos sectores a los de los residentes, O’Rourke se abstuvo de votar y el proyecto fue descartado mayormente, aunque no sin que antes emitiese un voto clave sobre una iniciativa que permitió que varias familias mexicanas pobres fuesen desplazadas.
“Le resulta carismático a la gente que no lo conoce”, expresó Angie Martínez, de 74 años, empleada de una cafetería de escuela jubilada. “Pero aquí sabemos al verdad”.
O’Rourke, su esposa y sus tres hijos, Ulysses, Molly y Henry, viven en una hermosa casa estilo colonial en el barrio exclusivo de Sunset Heights, a un kilómetro y medio (una milla) de la frontera. El revolucionario mexicano Pancho Villa se reunió con el general estadounidense Hugh Scott, comandante en jefe del ejército, en esa vivienda en agosto de 1915 para analizar formas de contener la violencia en la frontera durante la revolución que vivía México. La casa fue diseñada por la famosa firma arquitectónica de Henry C. Trost.
En un pasillo hay una foto de una tía de Sanders, Beth Galvin, una artista que fue la que arregló la cita a ciegas. O’Rourke dice que es un recordatorio de su unión y del sitio donde empezó todo.
“Hay algo realmente mágico en (Ciudad) Juárez, en su historia y su gente”, manifestó. “Yo solo quería asegurarme de que ella (Amy) pudiese verlo”.