La ópera: arte y estatus
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Se habla de la ópera como un fenómeno de minorías. Es cierto. Así nos transportáramos a la Viena del siglo XVIII o al París del XIX, encontraríamos que el número de personas que frecuentaba los teatros era mínima comparada con su población total. Algunos soñadores románticos afirman que la ópera en el pasado convocaba a un público equivalente al que hoy visita las salas de cine. Es falso. Por supuesto, la cantidad de seguidores ha fluctuado a lo largo de la historia; en los teatros ha habido momentos de desolación y otros de abundancia. Pero abundancia en la ópera es un término relativo. Si sus apasionados se reducen a unos cuantos, ¿cómo es qué ha sobrevivido más de cuatrocientos años?
La ópera nació en Florencia alrededor de 1600, dentro de un círculo de nobles, intelectuales y artistas que buscaban el renacimiento del teatro clásico griego, el cual implicaba el canto. La primeras óperas sucedían en la salas de la aristocracia. Hacer posible una representación implicaba una inversión importante, ya que había que cubrir los honorarios del compositor, los cantantes y los músicos, además de los gastos de vestuario y escenografía. El patrocinador de una ópera sabía que estaba inyectando combustible a una refinada maquinaria artística y que con ello podía dejar claro a sus conocidos que, además de poseer una gran fortuna, sabía paladear los más sofisticados platillos estéticos.
Si Florencia concentraba la nobleza, Venecia rebosaba de comercial opulencia. Los venecianos sabían vender, y la ópera era un producto tentador para colocarlo en el mercado. Podríamos pensar, entonces, que en la Venecia del siglo XVII la ópera se vendía como pizza en fin de semana, pero no ocurría precisamente así. Los teatros abrían sus taquillas al público en general, pero la venta de boletos sólo cubría una mínima parte del costo de producción; en realidad seguía siendo la nobleza quien pagaba el espectáculo con sus donativos para la construcción de teatros y con la renta de los palcos. No podíamos ser duques y no poseer cuando menos un palco en cada uno de los teatros importantes. La ópera era un lugar de socialización, chisme y alarde de riqueza. Así pues, los venecianos sacaron la ópera de la salas de la nobleza, pero también sacaron a los nobles para llevarlos a ambos al teatro, al cual también asistía el público en general (también un reducido círculo de genuinos diletantes) pero sin dejar de establecer distinciones de clase. Sí, en algún momento se eliminaron los palcos buscando mayor equidad en el público, pero tras un teatro sin palcos siempre había un príncipe, y tras una puesta operística, un aristócrata.
Desde entonces la economía de la ópera se ha comportado de manera parecida. La nobleza de antaño hoy tiene sus equivalentes en algunas instituciones gubernamentales, en las empresas privadas comprometidas con la cultura o en los dueños de un capital que les permite contribuir a la producción de un sofisticado espectáculo de altos costos pero poca movilidad comercial.
La supervivencia de la ópera se sigue apoyando en los dos mismos puntales; uno es su intrínseco valor artístico, el otro, la sofisticación que la convierte en símbolo de elevados gustos y de estatus.