Un fin de semana entre bosque y el maizal
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- ¡Mira! Exclama Roberto. En el cielo de seda pálida ondea una nube como remolino translúcido y gordo. Se mueve lento. Vienen otras formas. Parece que el aliento celeste quiere jugar con la circularidad el día de hoy. Es el cielo arteaguense con su media luna visible en la tarde.
Quién iba a pensar que en el ejido Chapultepec se fuera a construir un hotel pequeñito para el turismo que busca los placeres sencillos del campo. Y así es. Estuvimos en una de las habitaciones del hotel Huitzilín que abrirá en marzo del año entrante. Nos dieron albergue y comida a cambio de pintar un mural sobre la Sierra de Zapalinamé en una barda con mirada hacia el exterior, en la zona que tiene la mayor circulación.
Llegamos diez integrantes del colectivo Yo Soy Zapalinamé el día de celebración a San Judas Tadeo, patrono del hotel. Así que mientras trazábamos en el muro, se escuchaban los rezos en la capilla interior.
Al término de la fiesta, habíamos concluido la primera parte del mural, así que nos colocaron generosas ollas de barro, como lo hicieron a la hora de la comida: platillos locales y nicaragüenses con sazón exquisito.
A la entrada del hotel, los niños que por allí revoloteaban cerca de un humeante baño metálico, tomaron elotes tiernos recién hervidos, fruto de la cosecha que se acababa de levantar. Lo mismo hicimos nosotros.
Y como todas las noches, según nos dicen, encendieron una chimenea y colocaron una mesa para charlar. Allí nos sumamos a la gente lugareña: el decorador del hotel, uno de los empleados de mantenimiento, uno de los policías rurales y Efraín, encargado de esta zona de manejo por parte de PROFAUNA.
Fue Efraín quien nos dijo que Roberto y su esposa, dueños del hotel, destinaron ya varias hectáreas para sumarlas a la preservación de la sierra. Gracias a este esfuerzo, tiene nombre con todo y decreto desde el mes de octubre de este año: Área Protegida Venustiano Carranza.
La pareja de esposos y PROFAUNA buscan, en conjunto con el pueblo, lograr que a este ejido lo conozcan por sus delicias: el queso de chiva y de vaca, el aguamiel, el vino local, los platillos típicos como el asado y el pan de acero, las infusiones de hierba anís y laurel o los frutos que la tierra entrega como el maíz criollo y las manzanas, entre otras cosas.
Buscan que la gente nacida en el ejido se quede aquí, que no tenga qué emigrar, que pueda vivir no solo medianamente, sino bien, de sus oficios y saberes. Y que nosotros aprendamos a mirar de nuevo lo que importa: cultivar nuestros alimentos, cuidar la biodiversidad y aprovecharla sin acabar con ella. Que podamos andar por senderos para conocer este bosque bajo lineamientos claros de conservación.
Con las manos todavía llenas de pintura, Roberto nos llevó a todos los integrantes del colectivo, a subir una parte de la sierra y a caminar por parajes de ensueño en donde la luz de la tarde pinta de oro a los insectos y a la hierba que ondula entre los pinos. Para terminar el recorrido, nos llevó al maizal que tiene cultivado y nos regaló elotes. Muchos de nosotros tomamos por primera vez un elote en su lugar de nacimiento.
Allí, entre los surcos, había rastros de oso negro. Roberto nos dijo: “es una especie que hemos aprendido a querer y a valorar. Él toma un poco de manzana y maíz, solo un poco de nuestra cosecha. Él a nosotros nos permite vivir y producir en su casa que es esta sierra”. Con la generosidad de muchos llegamos y volvimos a la ciudad, exhaustos y con el dorado de la tarde en los ojos.
claudiadesierto@gmail.com