De cuando Villa estuvo en Saltillo y de cómo plagió a seis sacerdotes jesuitas
El polémico caudillo revolucionario estuvo algunos días en nuestra ciudad, junto con sus ‘Dorados’, y dejó triste memoria
Después de haber permanecido el general Francisco Villa varios días en la casa de doña Gertrudis “Tulitas” y don Agustín Rodríguez, situada en las calles de Allende Álvarez. Villa manifestó sus deseos de marcharse de ahí.
A Villa lo habían tratado como rey; disfrutó espléndidas comidas y un sinfín de inmerecidas consideraciones llenas de lujo y confort por parte de los suegros del licenciado Jesús Acuña Narro.
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El general Villa puso sus ojos en la casa del empresario textil Francisco Arizpe y Ramos, quien como muchos otros ricos había abandonado la ciudad para refugiarse en otras partes, debido a la fama y terror que infundía el Atila del Norte y sus Dorados.
Francisco Villa y su Estado Mayor se instalaron en la casa del mencionado empresario, situada frente al ángulo noreste de la Plaza de Armas, entre los callejones de Santos Rojo e Ildefonso Vazquez.
El Jefe de la División del Norte pretendía hacerse de recursos económicos por todos los medios posibles y no podían escapar de sus planes los padres jesuitas, quienes tenían fama de ricos, según él, cuando en realidad son de los que cuentan con menos recursos económicos; ya que entre los requisitos de su orden está el voto de pobreza.
Pero el general Villa que iba a saber de estas cosas, era un hombre ignorante y pensó que había encontrado en ellos un filón de oro.
Para lograr su objetivo Villa mandó citar al padre Pichardo, que a la sazón tenía el cargo de Rector del Colegio de San Juan y a los demás sacerdotes que estaban bajo sus órdenes y que se habían quedado a custodiar la institución, el grupo lo conformaban: el padre Kubieza, mexicano, su padre de origen húngaro, Ignacio de León, José Méndez, Eliseo Ancira y el padre Macías.
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Con la mayor frescura Villa se dirigió al padre Pichardo: “Necesito que me entreguen un millón de pesos o los mato”, la contundente orden dejó helado al padre, Pichardo de cuarenta y cuatro años de edad, bajo de estatura y complexión robusta contestó entonces: ‘Pues señor general Villa; así como nos pide un millón de pesos nos puede pedir cien, al fin que para nosotros es lo mismo, no podemos entregárselos, porque jamás en mi vida he visto un millón de pesos y no sé el montón que hace”.
Villa los mantuvo por tres semanas en calidad de rehenes, amenazados de muerte y con inexistentes raciones de comida.
INTENTO POR SALVAR A LOS JESUITAS
Sobre la estancia de Villa en Saltillo, tomamos parte del espléndido relato del licenciado don Miguel Alessio Robles, Monografías Mexicanas, Perfiles del Saltillo Editorial Cvltvra editado en 1933.
“Una mañana salió a caballo el general Villa a pasear por los alegres alrededores de Saltillo. Elogió las huertas floridas, pues era un gran encanto contemplarlas en el mes de mayo. El aire fresco de la sierra de Zapalinamé se respiraba con delicia y encanto, un aire aromado de flores y frutas y de resina.
“Después de caminar un largo rato, volvió a entrar a la ciudad por la antigua calle del Reventón abajo, (hoy calle de Allende). Venía en su caballo colorado, con el sombrero de anchas alas echado hacia atrás y detenido en el cuello con el barboquejo negro.
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“Sobre su frente ancha y espaciosa se veían algunos rizos casi azafranados. Sus grandes ojos color oscuro los movía de manera siniestra. Su rostro sanguíneo. La nariz se dilataba de cuando en cuando para respirar aquel aire, purísimo aire, que bajaba de la montaña. La boca abierta dejaba contemplar sus dientes largos y amarillentos de hombre primitivo.
“Toda la ciudad estaba alarmadísima con motivo de la prisión de los sacerdotes en la casa de don Francisco Arizpe Ramos, donde permanecieron presos los padres jesuitas. A todos llamaba la atención el brioso y hermoso caballo colorado que montaba. El atrabiliario guerrillero adoraba su caballo, porque con él había ido a la victoria, lo mismo en Ciudad Juárez que en Tierra Blanca; Ojinaga, Torreón, San Pedro de las Colonias y en Paredón, Coahuila.
“Vio doña ‘Tulitas’ que el general pasaba frente a su casa en la calle del Reventón y San Juanito, hoy Allende y Álvarez, e inmediatamente salió a su encuentro para darle los buenos días y a invitarlo a que tomara una taza de atole de maicena que era su desayuno favorito.
“El general Villa detuvo su caballo colorado, frente a la casa donde poco antes había estado alojado y se colocó de esa manera tan peculiar como se sientan los rancheros después de una larga caminata, deteniendo un pie sobre el estribo y echando el cuerpo hacia un lado de la silla de montar para descansar de esa manera. Doña Tulitas le dijo a Villa que le iba a pedir un favor y esperaba que no se lo negaría.
“En el acto comprendió Villa de lo que se trataba y le dijo apresuradamente: ‘Puede usted pedirme este cabello colorado qué es lo que más quiero, puede usted pedirme esta pistola que me ha acompañado en toda la Revolución, puede usted pedirme lo que quiera, menos la libertad de los “jisuitas” que sean chocolateado de lo lindo’.
“Con la respuesta del general Villa doña “Tulitas” quedó cohibida y no pudo pedirle ningún servicio, puesto que era lo único que iba a suplicar esa mujer servicial y bondadosa”.
LA SALIDA DE LOS JESUITAS
El general Villa y los altos jefes de la División del Norte permanecieron en Saltillo por espacio de 20 días, a raíz de haberla ocupado después de la famosa batalla de Paredón. Tanto Villa como los demás jefes de la División del Norte regresaron a Torreón para preparar el ataque a la ciudad de Zacatecas, llevándose, como era natural, presos a los padres jesuitas hasta Chihuahua.
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Hay un episodio durante los terroríficos días que pasaron los padres jesuitas que cuenta cómo el padre León, de avanzada edad, leía continuamente su breviario. El padre Kubieza, nervioso e inquieto en uno de los furgones de ferrocarril que los trasladaba a Chihuahua, se acercó a él y le dijo: “Padre descanse, ya no esté leyendo su breviario”.
El padre León contestó resignadamente: “Es que el guardia me dijo que cuando terminara de leer este libro me mataría, y claro, estoy procurando prolongar la lectura”.
Cuando llegaron a Ciudad Juárez, Francisco Villa se convenció de que ni un centavo podía obtener de los jesuitas, menos la “confesión” del lugar donde se suponía estaba el tesoro oculto en el Colegio de San Juan. El tesoro oculto eran los libros de la biblioteca del mismo colegio de San Juan; pero esa es otra historia.
SOBRE LA LIBERACIÓN
Villa optó por dejarlos en libertad, no sin aconsejarles que se fueran a Estados Unidos y que no volvieran jamás, al mismo tiempo, a cada uno de ellos les hizo entrega, “para sus gastos”, de un billete villista por valor de diez pesos, que en realidad no valía nada.
De inmediato el grupo de sacerdotes se dirigió al puente internacional y para cruzar la frontera, pero estaba cerrada la oficina.
El oficial norteamericano que estaba al cuidado, les aconsejó que volvieran a las nueve de la mañana, no sin reírse compasivamente de ver las tristes fachas de los seis sufridos y aterrados sacerdotes, León, Pichardo, Méndez, Ancira, Macías y Kubieza, ya que tenían más de un mes sin asearse ni rasurarse.
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El padre Kubieza, sin poderse contener, expresó al oficial, “Míster, por favor amárrenos, enciérrenos aquí mismo y déjenos así hasta mañana, pero no nos obligue a regresar”. El norteamericano, al ver la crítica situación accedió y les permitió que se internaran a El Paso, con la promesa de que al día siguiente se presentaran para cubrir los trámites de rigor.
Como es de suponerse, los padres recién liberados sintieron esa primera noche de tranquilidad, que era algo así como un anticipo de lo que se ha de gozar en la Gloria eterna.
SE SEPARAN LÍDERES REVOLUCIONARIOS
“Los éxitos militares de Villa y la habilidad política de Carranza, condujo a la separación de bandos. El desacuerdo entre Villa y Carranza era tal que parecía ensombrecer su objetivo común de derrocar a Huerta.
Los revolucionarios tenían que tomar Zacatecas, una de las ciudades clave que tenían que ser conquistadas antes de que las tropas pudieran avanzar sobre la Ciudad de México. Sin embargo, Carranza, preocupado por el éxito que Villa podía alcanzar en Zacatecas, le encargó tomar una ciudad menos importante, por lo que puso al general Pánfilo Natera en su lugar, retrasando con ello la conquista de la ciudad.
A pesar de las divisiones dentro de sus mandos, los revolucionarios ganaron la Batalla de Zacatecas. Como consecuencia de esta victoria tan crucial, Huerta se exilió en España”. Tomado de El Paso Herald, 25 septiembre de 1914. saltillo1900@gmail.com
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