Don Enrique vive sus días feliz en el asilo ‘El Buen Samaritano’ de Saltillo... aunque sus hijos no lo visiten
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A pesar de no celebrar el Día del Padre con sus hijos, Don Enrique mantiene una sonrisa y se siente contento de estar en el asilo, rodeado de amigos y buenos recuerdos
Es sábado por la mañana en la sala, un rectángulo espacioso con sofás chaparritos, del asilo “El Buen Samaritano”, ubicado al oriente de Saltillo, y don Enrique Medina Alvarado, de 62 años, tiene ganas de platicar.
Don Enrique no ve, consecuencia de la diabetes que padece, pero siente, presiente y extiende la mano para saludar.
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Ya se ha aprendido los timbres y tonos de voz de todos sus amigos y amigas del asilo, y de todos los enfermeros y enfermeras que lo atienden.
“Ah, esa es ‘Litzy’”, suelta cuando escucha a una muchacha enfermera de uniforme guindo que le habla a distancia mientras don Enrique posa para la cámara de VANGUARDIA.
“Sonríe, Enrique, no cierres los ojos”, dice la enfermera y don Enrique, que siempre está riendo, se ríe sentado en su silla de ruedas.
Ya va para tres años que fue traído por una hermana suya a este refugio donde, por diversas circunstancias, viven 64 ancianos, 20 mujeres, 24 hombres, siete de ellos padres, entre ellos don Enrique.
ESTÁ EN EL ASILO PORQUE NO TIENE CASA
Y aunque sea Día del Padre y sus hijos no vengan a verlo, dice que todo está bien y se ríe.
Está aquí porque no tiene casa, no tiene dónde estar y aquí está.
“No tenía dónde vivir y estaba solo”, dice Enrique, y se vuelve a reír como si el no tener casa fuera un chiste, una broma liviana.
Don Enrique tiene ganas de platicar y cuenta que antes de llegar acá tenía su morada en un cuarto prestado que antaño fue un local comercial de la Plaza Bonita, situada en la esquina de las calles Urdiñola y Pérez Treviño.
En ese entonces trabajaba como mecánico aun cuando, consecuencia de la diabetes, le habían amputado su pierna izquierda.
“Tuve varios jales, pero ya al último fui mecánico, como 30 años yo creo me dediqué a la mecánica”.
VENDIÓ SU HERRAMIENTA PARA PODER COMER
Con el arribo de la pandemia, a don Enrique, como a mucha gente, se le acabó el trabajo y tuvo que vender su herramienta para poder comer.
“Me comí la herramienta”, dice riendo.
Hasta que su hermana, que vive en Guadalajara, lo reportó al asilo y el asilo lo recogió, le abrió las puertas.
Hacía 20 años que don Enrique se había separado de su mujer y a pesar de haber trabajado toda su vida, desde la infancia, no tenía mucho de dónde sacar para sobrevivir.
Por eso es que aceptó venir a este asilo.
Tuvo, tiene, dos hijos varones, de ellos habla poco, casi no habla, solo que no los vio mucho porque siempre trabajó fuera, manejando un camión materialista.
Luego consiguió un trabajo en la Forestal con un ingeniero que lo contrataba para hacer canales de riego en los ranchos.
Cada uno o dos meses miraba a sus hijos, de repente los llevaba a pasear con él a los ranchos.
“Llegaba y órale, vámonos a pasear para allá”.
Hasta que sus hijos se casaron y él se puso a trabajar en la casa donde vivía con su esposa de la que, dice riendo, se separó por “bronquillas”.
El mayor lo visita allá cada cuando, el otro no viene, sus nietos, dos, a veces y a veces vienen a verlo unos amigos suyos.
Pero todo está bien, dice Enrique, aunque sea Día del Padre y sus hijos no vengan a verlo, todo está bien, dice y se vuelve a reír con una risa paciente, resignada.
No, tampoco antes lo celebraban, había veces que el Día del Padre le tocaba trabajar y el Día del Padre se le iba trabajando.
“De repente puede venir mi hijo el mayor, el otro no, no creo, a lo mejor mi hermana cae por aquí este mes, dijo que a lo mejor venía”, platica Enrique.
Enrique tiene ganas de platicar y platica que hace años empezó a perder la vista, con un ojo no ve nada, con el otro apenas una luz, pero muy allá, muy lejana.
Luego prefiere acordarse de su infancia, de allá, cuando vivía con sus padres y hermanos en “Los Rodríguez”, cuando “Los Rodríguez” era un rancho.
Don Enrique era todavía un plebe cuando empezó a trabajar ordeñando las vacas de otros, tempranito, yendo a la labor a cortar alfalfa, a cuidar ganado ajeno.
Fue a la escuela, pero lo corrieron por aplicado, dice en tono de guasa, no, rectifica, sí estuvo hasta el segundo de secundaria, le gustaba la escuela, lo que no le gustaba eran las clases.
“Tuve un problemilla con un compañero, nos dimos de golpes y me corrieron, ‘vámonos’”, relata.
Por esa época su padre, que trabajaba en la Cinsa, tuvo un accidente de trabajo en un brazo que con el tiempo le resultó en artritis y ya no trabajó o trabajaba en temporadas y entonces Enrique tuvo que salir a las calles a bolear zapatos.
Después consiguió un empleo en Reynosa como afanador en el departamento de bomberos, todo lo que ganaba lo mandaba a casa, a sus padres.
Después entró en una funeraria como chofer y más tarde como embalsamador. Un doctor le enseñó a cortar, a abrir a los muertos por el pecho.
‘YA ME ANDABA MURIENDO’
Enrique, que hasta ahora no se había movido en su silla de ruedas, enseña una marca de un rasguño profundo que tiene en su brazo derecho, es la cicatriz que le dejó el cuchillazo que le dio un pandillero cuando él trabajaba en la Policía Municipal. Don Enrique fue también Policía Municipal.
Unos vecinos habían solicitado el servicio de los guardianes del orden para que detuvieran a un vándalo que, bajo los efectos de la droga, había intentado abusar de una niña.
Cuando Enrique logró someter al pandillero sobre el suelo, éste sacó un cuchillo y se lo encajó en el brazo, dañando de por vida una de sus arterias.
“Ya me andaba muriendo”, cuenta.
A Enrique le pusieron una vena artificial y por eso es que hoy está vivo, platicando con VANGUARDIA.
De pronto Enrique evoca a su padre yendo en una bicicleta a trabajar, buena gente que era el padre de Enrique, le enseñaba cosas, y que órale, véngase para acá.
“Él usaba mucho la bicicleta, y véngase, trépese, vamos a limpiar aquel terreno, vamos”.
Un día su padre le dijo que le compraría una vaca, Enrique le contestó que no, ya había dedicado mucho tiempo de su vida a cuidar animales.
En esa época, dice, no se usaba tanto festejar el Día del Padre.
“Yo le decía, ‘para mí todos los días es día del papá, cada que vengo a verlo’, pero tampoco iba muy seguido”, dice Enrique y se ríe otra vez.
Hoy sus días en el asilo transcurren platicando sus historias a sus compañeros, a Enrique le gusta platicar, y oyendo música y noticias en su pequeño radio.
Dice que está contento de estar aquí y que aunque sus hijos no lo vengan a ver el Día del Padre, todo está bien y se ríe con una risa paciente, resignada...