Rostros y Máscaras

Deportes
/ 25 junio 2016

Admiro a los luchadores por ser demonios, zombis y fantasmas surgidos de las tinieblas, de huracanes, de rayos y tormentas.

Ellos dieron su vida en todos los cuadriláteros de la Ciudad de México, en toda la República Mexicana y en el extranjero. Siempre poniendo muy en alto el nombre de la lucha libre mexicana. Unos fueron grandes estelaristas, otros modestos luchadores que eran parte de las carteleras de las arenas chicas del interior del País.

Pero la principal característica de todos ellos fue su entrega, profesionalismo y respeto al público. Fueron nuestros ídolos, nos hacían vibrar y permanecer al filo de la butaca, tanto en las grandes arenas como en las más modestas, en auditorios y plazas de toros.

Yo acompañaba a mi padre esas tardes de domingo cuando salíamos de casa para viajar por pésimas carreteras que llevaban a El Santo a los diferentes pueblitos del Estado de México o a otras ciudades. Y fui testigo de cómo todos ellos siempre fueron queridos y apreciados por mi padre, a quien ellos también respetaban y admiraban por su enorme popularidad.

Sabían que cuando El Santo luchaba las arenas registraban enormes llenos y esto implicaba mejores salarios para sus rivales, para sus compañeros, para los réferis e, incluso, para los vendedores de tortas, refrescos y golosinas. Por tal razón, todos querían participar en las funciones en las que se presentaba El Enmascarado de Plata.

Aprendí a querer y a respetar a todos estos luchadores porque eran compañeros de profesión de mi padre y además yo sabia del cariño que sentían hacia él.

Hoy que al paso de los años los veo cansados y lastimados, me emociona ver que a pesar de ello se sienten orgullosos de sus triunfos y de saber que son parte de la historia de la lucha libre mexicana.

Me gusta convivir con ellos y escucharlos cuando platican con profunda nostalgia, alegría y en ocasiones con tristeza, sus innumerables anécdotas, acontecimientos, viajes, luchas y aventuras que quedan como inolvidables recuerdos.

En ellos veo reflejada la imagen de mi papá y tal vez eso es lo que me hace respetarlos y admirarlos tanto. Cada uno logró hacer su propia historia, fueron creadores de innumerables personajes basados en una creatividad única; unos con largas cabelleras, otros con máscaras multicolores, muchos más explotando su fealdad o su belleza.

Gracias a todos estos niños que llegaron más lejos porque iniciaron antes que nosotros el camino y que se convirtieron al paso de los años en viejos y experimentados maestros de la lucha libre. Gracias por envejecer con dignidad, por dejar su vida, su tiempo, su esfuerzo y profesionalismo en el ring. Por sacrificar a sus familias y su vida misma al realizar aquellas extensas giras por los territorios de México y del mundo.

Gracias por ser santos, ángeles y dioses llegados del cielo. Por ser demonios, zombis y fantasmas surgidos de las tinieblas, del infierno o procedentes de huracanes, de rayos y tormentas. Por sus mil máscaras, sus dos o cien caras. Por ser fantasmas, matemáticos, vagabundos y profetas. Por ser lobos, panteras, linces, leones, zorros, cóndores, halcones y águilas. Por ser apaches, siux, comanches, pieles rojas o vaqueros.

¡Sobre todo gracias por ser luchadores en el ring!

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