Miedo y el dolor se funden en Puerto Príncipe

Internacional
/ 22 septiembre 2015

A tres calles del aeropuerto, un trozo de plástico apenas consigue ocultar los tres primeros cadáveres. Durante las dos horas siguientes, en un trayecto a veces imposible hacia el centro de Puerto Príncipe, todas las esquinas sin excepción van ofreciendo al recién llegado una postal dramática de lo que aquí sucedió el pasado martes. De lo que sucedió y de lo que sigue sucediendo. Porque aún más que los cadáveres sin enterrar, que los hospitales y colegios que se desplomaron por completo sobre sí mismos, lo que más impresiona es el silencio. El silencio y un gesto. El silencio de los ancianos y de los niños heridos que esperan sin demasiadas esperanzas que alguien los atienda. Y el gesto de un hombre que con sus manos desnudas arranca las vigas de hierro de un supermercado de la calle Dalma. De pronto, se gira hacia la multitud que lo observa y se lleva un dedo a la boca pidiéndole, ordenándole, silencio. El hombre ha creído escuchar una voz que pide ayuda.

Una voz que, todavía, clama en el desierto. Porque en el aeropuerto de Puerto Príncipe son muy pocos los aviones de ayuda internacional que descargan víveres o alimentos. Y en las dos horas largas de recorrido hacia el centro de la ciudad, no parece que los haitianos estén recibiendo aún mucho consuelo internacional. La gente pasea silenciosa por la avenida Delma, se para ante el cadáver impresionante del supermercado Delma, donde se trabaja hasta que se hace de noche porque se siguen escuchando gritos que llegan desde los escombros o tal vez desde el deseo. Porque con el paso de las horas, las posibilidades de encontrar supervivientes se van adelgazando cada vez más. De lo que no hay duda es de que el recuento de cadáveres llevará aún mucho tiempo. Porque, en la capital de Haití, la gente no conjuga la tragedia en pasado. Todavía se siguen produciendo réplicas, la tierra sigue temblando, 20 veces desde el gran sismo del martes, y cuando eso sucede, dice Pierre Marquise, un vecino de la calle Maranata, la gente llora. "Llora", dice Pierre, "y se pone a llamar a Jesús". Pero Jesús no acude. Si lo hiciera sería tal vez la primera en la historia de Haití, el país más pobre de América, que ya es decir.

Bajo un toldo, al final de la calle, está la familia de Pierre. Una familia de 30 miembros. El mayor, acostado sobre una cama rescatada del desastre, está el padre de Pierre, de 66 años y un cáncer de próstata. A su lado, un bebé, y luego toda una colección de niños y muchachos magullados, de madres asustadas y de abuelas que improvisan un guiso de frijoles sobre unos carbones ardiendo. Esta noche será la segunda que pasen al raso. Ellos y todos los vecinos de Puerto Príncipe. Muchos, porque se han quedado sin casa. Y otros, porque ya no se fían de la suya. La galería de imágenes que ofrecen las casas azotadas por el terremoto es sobrecogedora. Hay algunas que increíblemente no han caído, pero que amenazan con hacerlo de un momento a otro. Cuando llegan a su altura, los pocos conductores que aún tienen la suerte de poder circular por la ciudad -la gasolina escasea como casi todo salvo el miedo?aceleran a fondo y aprietan los dientes.

Nadie es capaz todavía de establecer la magnitud de la tragedia. ¿Cuántos muertos, cuántos heridos? Lo que sí sabe todo el mundo es que no hay nadie que no haya sido visitada de cerca por la muerte. Joselyne, un vecino de la colonia Delma 19, estudiante de Medicina en la vecina República Dominicana, dice que un vecino suyo, emigrante en Francia, se quedó de pronto sólo en el mundo. "Su mujer y sus hijos, seis en total, fueron atrapados en el interior de su casa, aquella que usted ve allí, y fallecieron. Imagínese". No hace falta darle mucho pábulo a la imaginación. El dolor más terrible, la tragedia más absoluta sigue desarrollándose en la capital de Haití. Justo en este momento, cuando se termina de escribir esta crónica, un nuevo temblor ha hecho que los periodistas reunidos en torno a la piscina del hotel Creole nos hayamos tirado al suelo instintivamente. Ha durado un segundo, tal vez dos. Suficiente para apenas atisbar lo que aquí sucedió el pasado martes, lo que todavía sucede, lo que siempre seguirá sucediendo en un país condenado a no tener esperanza.

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