Ciudadanos de la ciudad ucraniana de Kramatorsk, encontraron la forma de mitigar el estrés por los bombardeos rusos; hacen yoga
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En un sótano, ubicado en Kramatorsk una de las ciudades del frente de batalla en la región de Donetsk, en Ucrania, varias personas se reúnen para practicar yoga y para mitigar el estrés provocado por el constante cañoneo de la artillería rusa
Ucrania- Música relajante llena el sótano en Kramatorsk, en donde el aire húmedo es tangible.
“Nos desconectamos del mundo exterior”, dice con voz serena Serhii Zaloznyi, un instructor de yoga de 52 años. Lentamente, dirige a las personas a un estado de meditación.
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De forma ocasional, el sonido del agua que corre por las tuberías del edificio de varias plantas interrumpe la música tranquila, como recordatorio de que la sesión de yoga se desarrolla en el sótano.
“La paz, la tranquilidad y el equilibrio se sienten en el corazón”, expresa Zaloznyi mientras las personas respiran calmadamente con los ojos cerrados.
Para los participantes, el “mundo exterior” es la vida en una ciudad en donde las sirenas suenan cada pocas horas y el ruido de las explosiones perturba su vida cotidiana.
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Kramatorsk está a solo 30 kilómetros del frente de batalla en la región de Donetsk, en donde ocurren algunos de los combates más intensos del este de Ucrania.
A finales de julio, un misil ruso impactó uno de los restaurantes más populares de Kramatorsk, matando a 13 personas y conmocionando a los residentes de la ciudad.
Pero en este modesto sótano en un distrito residencial, las personas llegan para encontrar una sensación de seguridad en las sesiones de yoga que, pese a todo, se llevan a cabo puntualmente.
“Al principio, la guerra abrumó a las personas y aquí es en donde encontraron paz en sus corazones y almas; tranquilidad y simplemente un terreno sólido bajo sus pies”, dijo Zaloznyi.
Una de las asistentes es Viktoria Omelchenko, de 47 años, que en un principio se fue de Kramatorsk, pero regresó pocos meses después.
“El yoga me trajo equilibrio emocional. Las clases de yoga gradualmente me calmaron, me equilibraron, me enseñaron a no tener miedo, a sentirme en armonía y equilibrio”, dijo. “Por eso estas clases son realmente importantes, sobre todo en nuestra ciudad. Cuando está inquieta, ayudan mucho”.
Cuando la guerra empezó, Zaloznyi daba las clases en línea porque la mayoría de las personas que asistían al yoga habían huido a regiones más seguras. Después, la gente comenzó a regresar y reanudó las sesiones presenciales hace unos meses.
El gimnasio que usaban antes de la guerra fue convertido en un albergue en donde familias con niños se resguardan.
Zaloznyi rápidamente encontró un espacio nuevo que antes era un salón de belleza. Los propietarios se fueron de Kramatorsk y dieron permiso para que ahí se llevaran a cabo las sesiones.
En las paredes del estudio de yoga se ven fotografías de los talleres de peluquería pasados. Y en el vestidor improvisado, grandes botellas de champú para cuidado profesional están sobre estantes cubiertos de polvo.
Sin embargo, a los participantes de yoga esto no les molesta. Se dejan guiar por las indicaciones de Zaloznyi, moviendo sus cuerpos de una asana —o posición de yoga— a otra con los ojos cerrados. La iluminación del lugar es tenue, ya que las ventanas están cubiertas con cinta de color con la intención de evitar que el vidrio se haga añicos en caso de un ataque.
“Por supuesto que hay momentos en los que hay bombardeos y las personas están ansiosas. La sensación de protección adicional aporta tranquilidad adicional, porque el sótano es más seguro”, manifestó Zaloznyi.
Sus clases cuestan 90 grivnas (3 dólares), y de forma regular participan de cinco a seis personas.
Otra participante, Valentyna Vandysheva, de 61 años, se unió a las clases hace tres meses “por salud y para calmar sus nervios”.
“La actividad física equilibra las emociones, así que ayudó. No reaccionas con tanta intensidad a las sirenas y explosiones”, comentó.
Zaloznyi confía en que cada vez que se reúnen para practicar yoga tranquilizante, todo saldrá bien. Los participantes se apoyan emocionalmente unos a otros y, como resultado, ha surgido una sensación de comunidad.
“Diría que nuestra sala ya está viva. Nos protege. Este espacio es completamente familiar y seguro para nosotros”, dijo Zaloznyi.
Por Hanna Arhirova, The Associated Press.