Ella es Nadia Murad, una esclava sexual del Estado Islámico

Internacional
/ 15 enero 2018

Una mujer de la minoría yazidí cuenta en su libro 'Yo seré la última' su vida bajo el régimen yihadista. Fue violada varias veces al día y quiere que ese relato sirva de prueba en La Haya

Nadia Murad ha escrito un libro porque quiere que el mundo entienda lo que siente una chica de 19 años cuando la violan cada día distintos hombres. Quiere que se sepa que lo que le ha pasado a ella lo sufren las mujeres yazidíes que aún son esclavas sexuales del Estado Islámico (ISIS). Pero sobre todo quiere que su testimonio sirva como prueba el día en el que sus violadores acaben en el Tribunal de La Haya.

Sentarse frente a Nadia Murad paraliza. La mera presencia de una mujer, cuyo cuerpo y mente han sido sometidos a las barbaridades más inimaginables desprende un dolor difícil de ignorar. La cita es un céntrico hotel de Berlín, cuyo nombre pide que no se publique. El ISIS la quiere muerta y sabe que debe tener cuidado. “He escrito este libro para que queden documentados los crímenes cometidos contra las yazidíes. Para que queden por escrito y en detalle las pruebas tragedia y nuestro genocidio”, arranca.

De su sencilla y placentera vida de campesina yazidí en un poblado iraquí no queda ni rastro. Nadia narra cómo fue secuestrada por los hombres de negro del Estado Islámico en Kocho, su aldea del norte de Irak. Cómo la transportaron en autobús junto al resto de mujeres del pueblo hasta Mosul y cómo dio comienzo su salvaje cautiverio.

Le pegaron y la violaron un día tras otro. En varias casas, en un puesto de control de la carretera. La vendieron como mercancía como una pieza más dentro de un engrasado y burocratizado mercado de seres humanos. La trataron peor que a los animales. Deseó morir y que la mataran, pero lamenta que no tuviera esa suerte.

“Los hombres son infieles y les ejecutan porque saben que nunca se convertirían. Pero con los niños, saben que pueden lavarles el cerebro y a las mujeres saben que las pueden usar para violarlas y como mercancía para comprar y vender en el mercado”, explica ahora en el hotel berlinés.

A seis miembros de sus familias los ejecutaron. Su adorada madre, como sus hermanos acabaron en fosas comunes. Ella milagrosamente logró escapar, pero su cabeza es aún una cárcel en la que habitan traumas terroríficos. Yo seré la última (Plaza Janés) es el título-promesa de su relato, tan necesario como doloroso.

“Nos persiguen por nuestra religión. No se arrepienten de los que nos hacen. Para ellos somos kufar, infieles, porque no somos una religión del libro. Antes del ISIS, Al Qaeda atacó nuestros pueblos con camiones suicidas en 2007 y cientos murieron. No es la primera vez que nos atacan por nuestra religión”.

Los yazidíes son una de las minorías más antiguas de Irak, que bebe del zoroastrismo persa y creen en un dios y en siete ángeles sagrados. El Estado islámico les persigue por considerar que adoran al diablo. Naciones Unidas pide a la comunidad internacional que “reconozca el genocidio cometido por el ISIS contra los yazidíes y que de los pasos necesarios para llevar el caso ante la justicia”.

La complicidad de los iraquíes que sabían que en sus barrios había casas en las que morían en vida esclavas sexuales yazidíes, esa es una de las ideas que Nadia más repite y que no logra quitarse de la cabeza. No les perdona que miraran hacia otro lado. “Las yazidíes vivíamos entre civiles que no ayudaron. Una minoría trató de ayudar, pero si los iraquíes hubieran querido, podrían haber ayudado a muchas mujeres a escapar. Si los pueblos vecinos no se hubieran sumado al ISIS, nuestro destino habría sido muy diferente”.

¿Callaron porque tenían miedo de los militantes islámicos? “No. Alrededor de Sinjar (en el noroeste de Irak, casi en la frontera con Siria), la mayoría de los pueblos son suníes y cuando vino el ISIS, los que no creían en los islamistas se fueron. Pero la mayoría en esa zona, cerca del 95% de los suníes que había allí se unieron a los militantes simplemente porque pensaron que el ISIS estaba allí para liberarles y para ayudarles a vivir bajo los preceptos del islam. Los consideran la representación real de la religión en la que creen. Por eso es difícil escapar, porque los que les rodean son del ISIS”. Durante casi hora y media de conversación, Nadia vuelve varias veces sobre la misma idea. “A los cristianos por ejemplo les dejaron elegir. Podían irse o convertirse al islam y se fueron porque no querían quedarse en ese régimen brutal. Muchos otros también podían haberse ido”.

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Tampoco cree que haya nada de inocencia ni de inconsciencia en los jóvenes que hacen la maleta en Europa y se alistan voluntariamente con el ISIS en Siria. “La gente que se fue de aquí sabe a lo que iban. Hoy hay acceso a las redes sociales, hay mucha información y aún así van a unirse a sus filas”.

Le da también muchas vueltas en su cabeza al poderío económico de los terroristas. “Lo que me confunde es cómo consiguen tanto dinero, tantas armas, tanta munición. Esta es la pregunta que me ronda la cabeza. Es verdad que se les ha expulsado de Irak, pero en los lugares en los que todavía están bajo control, hacen con las mujeres lo mismo que hacían los primeros días del ISIS, cometiendo los mismos crímenes, vendiendo a las mujeres”.

Nadia logró escapar de su cautiverio de milagro. Un iraquí de Mosul se jugó el pellejo y la sacó enfundada en un niqab negro de la zona de influencia del ISIS. Más tarde, Nadia encontró refugio en Alemania, como otros cientos de miles de demandantes de asilo para los que la política de puertas abiertas de la canciller, Angela Merkel ha sido un salvavidas. Aquí vino gracias a un programa del Estado de Baden-Württemberg para víctimas supervivientes del ISIS. De la mano de su hermana, dejó atrás el campo de refugiados en el norte de Irak, en el que vivían en condiciones penosas y junto a otros mil supervivientes se instalaron en el sur de Alemania.

Y ahora desde Alemania, recorre el mundo con su relato debajo del brazo. Su caso lo defiende Amal Clooney, la conocida abogada defensora de derechos humanos, empeñada como ella en que el Estado Islámico pague ante la justicia por sus atrocidades. “Hay muchos supervivientes que pueden prestar testimonio. El propio ISIS presume en las redes sociales de lo que le hace a las yazidíes. Tenemos la esperanza de que la justicia es posible. Prueba de ello es que algunos países occidentales ya han reconocido el genocidio yazidí”, piensa Nadia.

Su lucha le ha hecho merecedora de premios internacionales, entre ellos el Sájarov a la libertad de conciencia y el Václav Havel de derechos humanos. Es además embajadora de Buena Voluntad de Naciones Unidas para la Dignidad de los Supervivientes de la Trata de Personas.

Aún así, esta joven menuda en ocasiones se desespera porque sabe que no es fácil y que la historia ha demostrado ser incapaz de frenar la violencia sexual como arma de guerra. “Hablo con muchos representantes de países. Todos dicen que lo intentan, pero no ha habido un esfuerzo real de acabar con el ISIS”. “Cuando estuvimos asediados en Kocho, hubo niños que murieron de hambre. Los yazidíes trataron de contactar con la gente que conocían en el extranjero, pero nadie nos salvó. Ahora, mujeres que han sido esclavas del ISIS durante años viven en campos de desplazados, en condiciones penosas. Lo países no hacen lo que ha hecho Alemania para acoger a supervivientes. No hay un esfuerzo real. Es una decepción”.

Cree además, que son los países árabes los que más podrían hacer, pero no hacen. “Si en las mezquitas se hablara de los crímenes del ISIS en el sermón del viernes y también en las universidades, puede que se evitara que más jóvenes se sumaran. Y tal vez si la frontera entre Siria e Irak estuviera estado totalmente cerrada, se habría evitado que los terroristas pudieran viajar de un país al otro”.

Nadia lucha porque no le queda más remedio y porque hasta ahora no ha sido capaz de imaginarse otra existencia. Pero lo que de verdad le gustaría es ser una persona normal. “Yo no quiero ser activista para siempre. No quiero tener que contar mi historia una y otra vez. Como otras chicas que han testificado, yo lo hecho y llevo haciéndolo un tiempo, pero quiero tener mi propia vida”. Algún día cuenta, le gustaría estudiar inglés y hacer un curso de maquillaje. En las fotos de antes de que el ISIS destrozara su vida. Nadia aparece muy maquillada. Una de sus aficiones era recortar fotos de novias con la cara bien pintada y guardarlas para poderlas mirar una y otra vez. Hoy Nadia acude a la entrevista con la cara lavada.

La grabadora se para y Nadia charla un poco más relajada. Ahora es ella la que pregunta algo que de verdad le preocupa. ¿Puede hacer algo por mi hermano? Tiene las piernas agujereadas por las balas del Estado Islámico y vive en Zakho, un campo de refugiados en el Kurdistán. En Alemania, los programas de reunificación familiar están congelados y en el resto de Europa tampoco le aceptan. “Igual Merkel escucha esta entrevista y le deja venir”, se esperanza. Su caso es la perfecta ilustración de las descomunales dificultades a las que se enfrentan los demandantes de asilo en Europa. Si Nadia, una de las refugiadas más conocidas del planeta, no es capaz de traer a su familia, no es difícil de imaginar la suerte de los demás.

Termina la entrevista y Nadia se relaja con el intérprete de kurdo, otro joven yazidí. Desparramados en el sofá, chateando con sus móviles. A primera vista, podrían parecer unos jóvenes cualquiera saltando de un vídeo de youtube a otro. No lo son.

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