Añoranza del tren / 2

Opinión
/ 2 octubre 2015
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Cada mañana, el Regiomontano desenganchaba en Saltillo uno o dos carros que se destinaban a los pasajeros de esta
ciudad, y continuaba rumbo a Monterrey. A su regreso, en la noche, volvía a enganchar los carros para seguir su ruta a México. Supuestamente debía salir de aquí a las ocho de la noche, aunque conocí a más de un viajero que cansado de esperar que llegara el tren de Monterrey, subió al pullman que se quedaba aquí, y en la mañana, después de un sueño reparador, abrió la cortina de la ventanilla, miró el Cerro del Pueblo y advirtió que había dormido plácidamente en el andén de la estación.

Abordar el Regiomontano era como entrar a un mundo rodante ajeno al real. La vida de un viajero podía tomar un rumbo diferente, pues era también un centro de reunión y decisiones políticas. Allí se podían ganar o perder los anhelados "huesos" que todos perseguían. Los que andaban tras ellos sólo tenían que estar bien enterados y sentarse "casualmente" en el comedor unos minutos antes que el gobernador, el secretario o el ministro llegara a cenar. En el bar solían arreglarse asuntos de interés nacional o estatal, y en las alcobas... también.

Como ya dije, el tren salía de aquí a las ocho de la noche, y debía llegar a la Ciudad de México entre las nueve y las diez de la mañana. Una vez, como el tren se tardaba en llegar, me subí al vagón de Saltillo. Mientras mis pequeños hijos dormían, yo leía "Confabulario", de Juan José Arreola.

Después de muchas horas, engancharon el carro y partimos. Durante la noche nos detuvimos muchas veces. En la mañana nos enteramos que cada cierto tramo, el tren se detenía y los garroteros que iban delante del convoy en un armón, se bajaban, arreglaban las vías y luego partíamos.

Para poder hacer eso, la máquina iba a 10 km por hora. Nuestro carro iba casi al final del convoy, y Mario González Rodríguez encontró entretenimiento: se bajaba por la puerta de un lado, corría en la misma dirección del tren, cruzaba las vías frente a la máquina, y regresando en sentido contrario, subía por la puerta del otro lado.

Yo me preguntaba, recordando la lectura del cuento de Arreola titulado "El Guardagujas", en qué momento se terminaría aquel camino de acero y tendríamos que quedarnos a fundar un nuevo pueblo en pleno monte, o si el conductor, que de pronto venía hacia nosotros, nos ordenaría desarmar el tren, cargar las piezas y caminar hasta llegar a nuestro destino.

Me decepcionó cuando dijo que como ya no había agua ni comida, los viajeros que quisiéramos, podríamos bajar en Huehuetoca, la próxima estación, y abordar un autobús a México, que pasaban cada hora por la carretera cercana. Puras mentiras.

Eran las seis de la tarde, la carretera estaba muy lejos de la estación y ya había pasado el último autobús del día. Nunca he sabido por qué solamente nos bajamos tres conocidos saltillenses y yo, con mis hijos.

Finalmente, conseguimos un viejo taxi que nos llevó a la estación de Buenavista en México, en la que mi hermano llevaba más de 16 horas esperando por nosotros, pues cada vez que preguntaba a qué hora llegaría el Regiomontano, le contestaban: "En media hora, señor".

Vayan estos recuerdos en memoria de aquellos queridos vagones, que con sus cristales rotos y los asientos desvencijados esperaron durante años a ser vendidos como chatarra en un lote de 7 mil carros de ferrocarril abandonados. Vayan también como humilde homenaje a la memoria del escritor Juan José Arreola.

edsota@yahoo.com.mx

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