El precio de la ilegalidad

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Un hombre iba corriendo por la calle vestido únicamente con camiseta y calzoncillo. Lo alcanzó otro que también corría y le preguntó: "¿Maratón?". "No -respondió el tipo acelerando la carrera-.
Marido"... Babalucas fue a cazar osos blancos en Alaska. Antes de salir del campamento pintó de blanco sus botas. "¿Por qué haces eso?" -le preguntó con extrañeza el guía. Contestó el badulaque:
"Para no dejar huellas en la nieve"... Sherlock Holmes le dijo a uno de los invitados a la fiesta: "Usted tiene en su casa una criadita joven y bella que se baña todos los días". "¡En efecto! -se asombró el individuo-. ¿Cómo supo eso?". Respondió el genial detective:
"Trae usted marcado en la cara el ojo de la cerradura"... Don Algón le ordenó a su curvilínea secretaria: "Tómate el día, Rosibel. Hoy tengo mucho trabajo"... Simpliciano, joven ingenuo, casó con Gordoloba, muchacha abundosa en carnes, pues pesaba más de 15 arrobas. (Nota de la redacción: Cada arroba equivale a 11 kilos 502 gramos. Aun quitándole los 2 gramos es bastante). A la mitad de la noche de bodas sonó el teléfono de la habitación. Era la mamá de Simpliciano, preocupada por su hijo. "¿Cómo estás, Simpli? -le preguntó con maternal solicitud-. ¿Van bien las cosas?". "Sí, mamá -respondió él-. Ya casi estoy llegando a ese lugar que me dijiste"...
El reverendo Rocko Fages, pastor de la Iglesia de la Tercera Venida (no confundir con la Iglesia de la Tercera Avenida, que permite a sus miembros cometer adulterio a condición de que lo hagan con la debida discreción), organizó un servicio testimonial en su templo: todos los pecadores proclamarían sus culpas públicamente, y manifestarían su propósito de cambiar de vida. Se levantó una joven.
"Hermanos -dijo-, soy una pecadora. Cada día me acuesto con un hombre distinto. ¡Pero les juro que voy a cambiar!". Todos aplaudieron y lloraron, conmovidos. Se puso en pie otra hermana. "Yo también soy presa de la lujuria -dijo-. Me entrego al primer hombre que me solicita. ¡Pero les juro que voy a cambiar!". Nuevos aplausos y llanto general. Llevada por la emoción se levantó Celiberia Sinvarón, madura señorita soltera. "Hermanos -manifestó conmovida-.
Yo nunca he cometido el pecado de la carne. ¡Pero también les juro que voy a cambiar!"... Aquella señora, esposa de un político, platicaba con una vecina suya que había llegado de un país de Oriente. Le dijo: "Mi marido anda muy emocionado: el mes próximo tendrá una elección". Respondió la oriental: "No entiendo. El mío tiene una elección todas las noches, y tan tlanquilo". (No le entendí)... En lo que hace a marchas, manifestaciones, bloqueos y plantones la Ciudad de México está ligeramente jodidísima. Los dos gobiernos que conviven incómodamente en la Capital, el local y el federal, se culpan uno a otro de los mil inconvenientes, molestias y perjuicios que esas indebidas acciones causan a los habitantes de la Capital, y nadie hace absolutamente nada para preservar el derecho de los muchos ante la burda acometida de los pocos. El Jefe de Gobierno del Distrito Federal, Marcelo Ebrard, suele decir al hablar de esas manifestaciones: "Es el precio que se paga por vivir en la Capital". Casi creí escuchar un hondo suspiro salido de sus labios.
¿De modo que el precio que deben pagar sus habitantes es la ilegalidad? ¿Cómo es posible que cientos de miles de capitalinos sufran todos los males que derivan de las ilícitas acciones de unos cuantos? A veces basta medio centenar de individuos e individuas para cerrar una avenida importante y paralizar el tráfico en ella.
He ahí una de las más evidentes formas en que se manifiesta nuestro subdesarrollo. He ahí una evidencia más, entre las muchas que se nos presentan, de que México no es un Estado de Derecho, sino uno bastante chueco, si me es permitido el deplorable juego de palabras.
Es un lugar común decir que el derecho de unos tiene como límite el derecho de otros. Es permisible protestar, pero sin que la protesta sea causa de la protesta de otros. Si la autoridad no pone límite a esos abusos, entonces es que no hay autoridad. El otro día perdí por causa de una de esas manifestaciones una cita importante en la Ciudad de México. Y eso que estaba yo en Saltillo. Si hubiera estado en la Capital la habría perdido todavía más. Protesto entonces por esos abusos, y lo hago plantándome aquí e interrumpiendo esta columnejilla. Y más no digo, porque estoy muy encaboronado. FIN.