Los secretos de consultorio
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"¡Si quieres que no se sepa no te operes!", exclamó con voz trémula y sobrecogida una de mis mejores amigas. Tiene poco más de 40, es casada y ha pasado por los terrores de la sierra al menos tres veces -no incluye partos. Nunca la vi quejarse. Por el contrario. Lo suyo era la lipo, el botox, la retocada. Pero esta vez, juró que se trataba de la última ocasión en la que entraba en un cuarto de cirugía. Y no, no es que la dejaran como máscara de Michael Jackson o réplica de Elba Esther Gordillo. No. Su aversión a la sala de operación derivó de lo que ocurre mientras el paciente no está consciente. Ajá. Ojos que no ven, anestesia que no miente.
Deje usted de lado los secretos que arrastran sobre la sotana los padrecitos católicos, ¡no!, las verdades de a peso son las que suelta uno en la cama de recuperación y en el consultorio de un doctor.
Mi amiga se recuperó hace un par de meses golpeada por la anestesia tras una intervención ginecológica, pero el knockout llegó al momento de abrir los ojos. Ahí estaban los dos.
De chamaca duró ocho años con el mismo novio. Guapo, apuesto, atento, pero con proyectos de largo plazo que la aplazaban, valga la redundancia, como su futura esposa. Con lágrimas, sollozos, 23 años de edad, los novios se separaron. Cada quien su camino, cada cual su pareja y cada par su camada de hijos. El destino los juntó casi 20 años después, ambos felizmente casados, por motivos de salud. Ella con males del útero y él, la eminencia nacional de su padecimiento. El reencuentro fue sin sobresaltos. Todo se desarrolló en total cordialidad hasta que la llevó a la camilla (sonó más a teledrama, ¿qué no?).
Su padecimiento requirió una operación urgente. Ahí estuvo su marido Cornelio -el destino. ya sabe usted - sosteniéndole la mano minutos antes de la cirugía. Le besó los labios y se despidió de SU mujer. El problema es que cuando volvió, al parecer ya no era. ¡Zas!
Mi adorada amiga lo recuerda vagamente, pero sabe que ocurrió. Cuando abrió los ojos tras la intervención y aún bajo los efectos desinhibidores y traidores de la anestesia, se descosió. Volteó hacia la derecha y notó que un hombre le sostenía la mano. El susodicho sonreía y le acomodó un par de cabellos intrusos que invadían su adormilado rostro. En el costado izquierdo, otro hombre. Este la contemplaba tranquilo, en espera de algún síntoma de vuelta a la vida. Su rostro giró de ida y vuelta, sobre izquierda y derecha, en más de una ocasión. De tin-marin de do-pingüe. Cuando el de la derecha se inclinó para saludarla, su bocota ya había decidido sola. Esbozó una enorme sonrisa, volteó al hombre que la auscultaba con ojo clínico y empezó: "mi amor, mi amoooor. ¿cómo estoy? ¿qué pasó?". Confundido, el ginecólogo dejó caer la mandíbula y de paso su carpeta de anotaciones.
Lo peor es que el enamoramiento de morfina no cedía: "¡mi vida!, ¡bebé!, ¡guapo!". Todo delante de Cornelio que ya se ponía morado de rabia. El médico, aterrado, atinó a musitar: "está confundida" y salió disparado de la habitación de mi convaleciente amiga. Confundió pasado y presente y, al parecer, se condenó a un futuro ausente. Ya pasaron más de tres meses desde el episodio y su marido aún la mira como a una perdida. Insiste: "Si los borrachos dicen la verdad, imagina los drogados. ¡no lo has olvidado!".
Su Adelita debe reconocer que la anestesia también le ha desatado la lengua. Apenas el año pasado se recuperó de una operación menor y se apañó en frenética conversación con anestesiólogo, enfermera y doctor. Ponga usted que la cirugía me inyectó un ímpetu urgente de decir quién era yo y despepité santo y seña de mis actividades laborales, mi salario, mi puesto, mi cargo, mi horario y hasta estatura, peso y talla. No conté nada de mi estatus amoroso porque en esos momentos mi cuerpo se despojó de la morfina. ¡Imagine a cuántos hubiera embarrado!
El asunto es que avergonzada por mi desplante de diputado a la siguiente consulta indagué sobre estos lapsus anestesiológicos. El doctor soltó carcajadas: "Si tú supieras la cantidad de veces que vemos a una paciente murmurar `Juan, Juan, béeeeesame Juan' y luego saludamos a Pedro el marido, ¡te irías pa'trás!".
No solo eso, la cantidad de veces "que nuestras pacientes nos usan de tapadera", continuó.
"¡Doctor! dígale a mi marido, plissss, que son 60 días de reposo absoluto y sin sexo", suplican.
Por lo que toca a mi amiga, lección aprendida: ni la más grande vanidad es capaz de retarse en un tú a tú con la verdad.