El aquí y el ahora
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Pocas frases despiertan el prejuicio en su Adelita como el "vive en el aquí y en el ahora". Inmediatamente se inunda la mente de frases prehechas también: "de cuál te fumaste hermano", "tsss pissss&luuuuve bro", "córrele a la yoga hija de Madonna". La que escribe reconoce que por años incontables despreció a quienes como merolicos repetidores de enunciados de libro de autoayuda profesan el credo del eterno presente.
Simplemente mi mente no alcanzaba a empaquetar en un intervalo real al "presente": mientras ocurre ya es pasado y conforme se mueve es futuro.
Pero a su Adelita le llegó de manera repentina, hace tan sólo días, una iluminación. Ajá. El episodio se suscitó un sábado por la mañana en los rumbos del Desierto de los Leones, en la Ciudad de México, al visitar al "Señor de los 110 perros".
Nos recibieron unos discretos, y en cierta forma sospechosos por tan queditos, ladridos de perro. Luego de unos minutos apareció Rafael, nuestra versión tropical de César Millán, "El encantador de perros", en un pantalón vino con adornos psicodélicos, unos lentes negros posmodernos medio motocicletos (en el sentido literal y figurado), una camisa de lino blanca abierta a medio pelo de pecho y una cadena-rosario de cuentas de madera que portan los pseudo hippies y adoradores del Dalai Lama.
Su Adelita, para no variar, ya tenía una opinión formada del tipo. Mi pequeño inquisidor interno estaba seguro de que alguien que vive con 110 perros tenía que ser un acumulador, como los chiflados que describe el Discovery Channel y obsesionados con hacerse compulsiva y enajenadamente de algo o álguienes. Y si el chavo no era acumulador entonces era "un inche orate pirado y proanimalista clavado onegenero" sin uso ni beneficio. Ajá. Así de prejuiciosa la mente de una, cuando se vive en el ayer y en el quién sabe cuándo. Pero insisto. Ese día como epifanía me cayó el aquí y el ahora sanador de todos los espíritus.
El "Señor de los perros" me invitó a acompañarle a alimentar a sus animales y aunque me temblaba hasta el cabello de hallarme rodeada con una jauría sin bozal, accedí. Entramos por una especie de puerta trasera dentro del predio de una hectárea en el que emprendió su retiro del mundo material y se clavó en su vida animal, y en un tris, casi sin la oportunidad de echar reversa, me hallé rodeada de perros: grandes, chicos, medianos, feos, gachos, sanos, cojos, mancos, peludos, pelones, pintos, bicolores, blancos, negros. Literal: 110 canes tutifruti y, sin embargo, un solo ánimo: perruno.
El aquí y el ahora como le escuché decir cientos de veces al mismísimo César Millán, pero jamás comprendí.
La perrada estaba excitada. Observaron, olieron, se acercaron y se distanciaron en cuanto inició el ritual de la comida que es una técnica digna de antropología y justicia. El hombre de los perros distribuyó en la circunferencia de un círculo imaginario de unos tres metros de diámetro las croquetas y los perros de todos tamaños y olores encontraban espacio para robar tajada. Posteriormente mi hippie-onegenero-acumulador entrevistado explicó que los perros comían tres veces por semana y no parecía alarmarse sobre la capacidad de hacerse de más donadores de croquetas en el mañana. La que escribe escupía espuma de censora ante esa imperturbable e inquebrantable actitud de desapego tan promovida por los yoggies del mundo naranja.
Hombre tan más insulso, pensé. Seguro y todo es pose y ni conoce a sus perros. ¡Pum! ¿Cómo se llaman? Y que se suelta con la procesión de apodos y los canitos, como alumnos en pase de lista, levantaban el belfo o sacudían el rabo. Andale, Adelita, a tragar prejuicios me dije. Segundo ¡pum! ¿y, tú? ¿tú dónde vives? ¿puedo entrar? Pregunté retadora.
Que accede y que eso, su morada, era un monasterio de la austeridad. Ni cama ni refri ni televisión ni adornos ni ninguno de los paliativos materiales que nos impone la vida de los atados a poseer y ser. Sacó una cacerola con una palangana y nos mostró su terapia sonora de silencio. Un momento de felicidad en presente perfecto. Y justo con el tronar de su especie de sonidero portátil llegó la ilustración: "De los perros he aprendido el aquí y el ahora: mira ellos no están pensando en ¿esta vieja quién será, a qué viene?; no les importa que fulano los vio feo anteayer; no están obsesionados con mañana qué voy a hacer de mi vida.
Están atrapados en el instante. Por eso se desparraman y los ves lánguidos y dichosos bajo una rayo de sol despreocupados viendo al mundo ser".
Y si el mañana no importa y lo que me pasó ayer no afecta, entonces, señores, bienvenido el presente perfecto.
Sonreí y me invadió el sonido del silencio. Escuchar. Sentir. Vivir. Presente. Como un perro que no conoce otro tiempo que el vivido en cada segundo. Si una persona no es feliz en presente, en ese segundo, entonces nunca será feliz. Y de la nada recordé una frase mil veces escuchada y nunca antes captada: "El presente es lo único que habitamos, lo que quieras hacer por tu vida se hace aquí y ahora".