Dos libros, una digresión

Opinión
/ 2 octubre 2015

Increíble que en un momento histórico como el que atravesamos el arte siga tan vivo como siempre, a pesar de su aparente confusión y de que el canto de las sirenas del mercado más pedestre continúe seduciendo a algunos artistas.

No nos llamemos a engaño: las "nuevas tecnologías" se han sucedido a lo largo de la historia, y aunque la digital haya cambiado drásticamente la vida contemporánea, existe algo en la humanidad que sigue necesitando de la expresión estética, a despecho de quienes pretenden que sólo el petróleo, la especulación bursátil, la guerra, la baja política, el desleal comercio trasnacional, entre otras plagas, son de altísima rentabilidad e importancia.

Las artes han cambiado, por supuesto, como cambian todas las cosas en el mundo. En el caso hipotético de que las artes hubiesen permanecido inmóviles, para nuestra desgracia ya no existirían. Han sufrido metamorfosis radicales, pero siguen vivas, y aunque algunas de sus manifestaciones suelen no producir dinero, producen otras cosas: conocimiento, conciencia, reflexión, epifanía y algo más.

¿Poco? Al contrario. Diría que demasiado. ¿Quién no ha agradecido la audición de un concierto de Debussy o la de una canción popular cantada por Chelo Silva? ¿Quién ha quedado inmune ante la actuación de Kirsten Dunst y Charlotte Gainsbourg en "Melancolía", de Von Trier? ¿Quién pasa por encima de un poema de Gonzalo Rojas sin que quede colgado de al menos uno de sus versos? ¿Quién podría decir que un lienzo de Rothko le resulta indiferente?

Todas las fuerzas macroempresariales, industriales y políticas, que han subyugado a los pueblos bajo el honorable pretexto de brindar progreso y empleo, en el fondo lo único que han aportado es inequidad, mezquindad y un sistema de castas apenas disfrazado de "democracia", a través de una ilusión que los magnates -y algunos sociólogos- llaman "movilidad social". ¿"Movilidad social"?  Hablen de eso a los millones de pobres que hay en México. Verán lo que ellos entienden por "movilidad social".

Es esa hidra la que ha pretendido convertir el producto de las artes en objeto de mercado y en nada más que eso. Un retablo barroco mexicano puede viajar libremente desde Oaxaca hasta Las Vegas, sin que ninguna autoridad detecte su salida de nuestro soberano territorio nacional. Claro, un gran potentado gringo se enamoró de la pieza, la compró y ordenó su traslado, con "gastos de envío" incluidos. En un contexto como éste, cualquier listo puede emular a Marcel Duchamp y presentar su obra como la quintaesencia zen de la iluminación estética: su obra es adquirida en muchos millones de dólares, gracias a las diligencias de una sofisticada galería o a una casa internacional de arte.

Pero una obra de arte no vale lo que pesa en oro sino, como quería Walter Benjamin, en aura. Sí, sí. Puedo ser calificado de romántico, idealista, ingenuo, tarambana y todo lo que se quiera, pero es la verdad. Un volumen que contiene las "Elegías del Duino", de Rilke, no vale por la calidad del papel en que esos poemas estén impresos o por la fina piel en que el libro esté encuadernado; tampoco por la exquisitez de la computadora en que se lean. Vale, precisamente, por lo que en esos versos dice Rilke. Y nada más. El resto es otra cosa. Podrá hablarse de "valor agregado" o de cualquier otro añadido que ya definirán los economistas o los subastadores. Las "Elegías del Duino" seguirán ahí, independientes siempre del soporte que las albergue.

Deseaba sólo formular una breve introducción para celebrar la reciente publicación de dos libros de dramaturgia -"Tour de Bandidos", de Joel López, y la antología "Breve Teatro Breve", de varios autores-, pero creo que perdí el control. Los libros forman parte de la quinta serie de la Colección "Escritores Coahuilenses. Siglo XXI", que publica la Universidad Autónoma de Coahuila, y ambos son una prueba de la vitalidad de las artes en Saltillo. Vale.



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