Recordar es vivir (y beber)

Opinión
/ 6 mayo 2014

Una vez, cuando en mi otra juventud me dio por viajar de aventón a muchas partes, fui a caer en un pequeño pueblo de Jalisco llamado Pihuamo. Gente muy buena, campesina, me recibió una noche en su ranchito, y dormí un sabroso sueño en la bodega del maíz. Me despertaron en la madrugada los sonoros mugidos de las vacas que pedían ordeña. Me levanté, y en la oscuridad que todavía no disipaba la luz del nuevo día encaminé mis pasos al corral. El señor de la casa, al verme, trajo un jarro de regular tamaño, en él puso la leche que salía caliente, humeante de la ubre de la vaca que estaba ordeñando. Luego puso en el jarro una tablilla de chocolate, y terminó de llenarlo con un generoso chorro de alcohol puro de caña. Dijo el hombre al hacer esto último: Un chingazo de lo bueno, joven, paque le sepa. Perdón por la palabra, pero no hay otra mejor para significar una dosis generosa de algo. Terminada su obra el señor meneó el jarro a fin de que se mezclaran bien aquellos ingredientes, y me lo tendió con la grave cortesía de los rancheros cuando ofrecen algo.

Hacía un frío del carajo. De la sierra bajaba un viento de lobos capaz de hacer tiritar a los demonios del infierno. La neblina llegaba al suelo. Yo estaba helado hasta... no diré hasta dónde, pero estaba helado. Le di un trago a aquel mágico elixir, y fue como darle un trago al sol, o por lo menos al fuego que ardía ya en el fogón de la cocina de la casa. Un calor dulce me poseyó todas las fibras corporales, y después las del alma. Jamás he bebido cosa alguna que me haya hecho sentir tan bien, y vaya que he bebido muchas cosas a lo largo de la vida, y vaya que muchas veces me he sentido bien. Si yo pudiera confeccionar esa mirífica poción en el exacto modo en que la elaboró aquel demiurgo campesino, la patentaría, y de seguro me haría millonario en dólares vendiéndola en las heladas regiones de Alaska y Canadá.

Otro líquido parecido a ése, pero de inferior calidad, recuerdo haber bebido en farragosas farras en la Ciudad de México. Por las esquinas de San Juan de Letrán, calle cuyo precioso nombre se cambió por la estólida designación de Eje Central Lázaro Cárdenas, había hombres callados que vendían un raro bebistrajo al cual atribuían poder vigorizador, especialmente en lo que atañe al menester erótico. Esa bebida estaba hecha con partes iguales de leche de vaca y leche Nestlé. Se calentaba la mezcla en una parrilla de gas y se le añadían un par de cucharadas de chocolate en polvo, entonces grandísima novedad. A continuación el vendedor volvía la vista a todas partes, receloso, y luego, volteándose hacia la pared a fin de no ser visto, le añadía al líquido un chorrito de alcohol. (Era muy poco, por eso ahora no dije chingazo).

Muy recordadas son también las famosas veladoras de Santa. Esta señora -todos le decían Santita- inventó en la Capital otro notabilísimo brebaje compuesto de té de canela, jarabe de diferentes frutas y alcohol de botica. Ella o su cantinero ponían una hilera de vasos sobre el mostrador, los llenaban de corridito y luego les prendían fuego a todos con un solo cerillo. El mesero servía las veladoras en las largas mesas comunitarias donde los clientes se acomodaban. Para apagar la lumbre ponías la mano sobre el vaso, con gesto elegante de conocedor. No era raro ver, mezclados como pariguales entre los parroquianos del establecimiento, a Cantinflas, Jorge Negrete o Agustín Lara, y ocasionalmente a gente menos importante, como algún presidente de la República.

En este punto dejo de escribir. Se me ha hecho agua la boca con estos sápidos recuerdos. Es ya la una de la tarde, y voy a tomarme un tequilita en homenaje a aquellos insignes brebajes de mi ayer.




Escritor y Periodista mexicano nacido en Saltillo, Coahuila Su labor periodística se extiende a más de 150 diarios mexicanos, destacando Reforma, El Norte y Mural, donde publica sus columnas “Mirador”, “De política y cosas peores”.

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