Oaxaca: La oscura raíz del mito

Opinión
/ 13 junio 2015

Los mitos describen las diversas, y a veces dramáticas, 

irrupciones de lo sagrado (o de lo «sobrenatural») en el Mundo. 

Es esta irrupción de lo sagrado la que fundamenta 

realmente el Mundo y la que le hace tal como es hoy día.

Mircea Eliade

No encuentro mejor punto de vista para comentar la exposición Presencia oaxaqueña que el del mito, pues todas las obras que la componen se inscriben en esa suerte de zona sagrada que relativiza el tiempo y que evoca, directa o indirectamente, a los orígenes y ese espacio sin espacio de lo mágico.

Presencia oaxaqueña, de la Colección Pago en Especie y Acervo Patrimonial de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, se exhibe en el Centro Cultural Vito Alessio Robles, que dirige el maestro Javier Villarreal Lozano. La constituyen obras plásticas elaboradas en diversas técnicas, incluyendo escultura y arte objeto. No extensa pero sí enormemente atractiva, esta muestra ofrece la posibilidad de admirar el trabajo de muchos artistas oaxaqueños, que se caracterizan por su tratamiento del color, su inventiva y su raigambre ancestral.

Esta ancestral concepción de la vida y el mundo es el rasgo –el rastro- que cruza todas las obras instaladas en la gran galería del Vito Alessio Robles. Desde que el visitante entra en este espacio y mira hacia el fondo se encuentra con un lienzo vertical de grandes dimensiones –El árbol de los insectos (óleo/tela, 1999)-, de Sergio Hernández: en su azul monocromático este inmenso árbol, cuyo follaje está formado por innumerables insectos, parece la representación totémica de un Ser Sobrenatural.

Óleos, gouaches, grabados, esculturas y objetos artísticos son otras tantas presencias míticas o legendarias que nos observan desde las paredes, los pedestales o la vitrina que guarda dos cuadernos de apuntes de Francisco Toledo, dos de sus magnéticos Cuadernos del insomne (1 y 3, técnica mixta, 20 x 18 cm, sin fecha): en ellos una fauna lujuriosa y una ondulante flora se abren paso entre la tinta, la acuarela y la línea esquemática del maestro para revelarse como la materialización –la virtualmente imposible representación- de nuestros más recónditos atisbos.

Los mitos –escribe Mircea Eliade en su libro Mito y Realidad- relatan no sólo el origen del Mundo, de los animales, de las plantas y del hombre, sino también todos los acontecimientos primordiales a consecuencia de los cuales el hombre ha llegado a ser lo que es hoy, es decir, un ser mortal, sexuado, organizado en sociedad, obligado a trabajar para vivir, y que trabaja según ciertas reglas.

Imposible decirlo más clara y más escalofriantemente. De manera subtextual o abierta, ese relato primordial está narrado en esta exposición oaxaqueña, desde la litografía del gran Rufino Tamayo –Iron cross, s/f- y el tremendo óleo de Filemón Santiago –Momentos de angustia, 1996- hasta la abstracción simbólica de Virgilio Santaella –Círculos sin viento, mixta/papel, 1997- y la caja cornelliana Me quemo en el fuego de mi pasión (1994), de Miriam Ladrón de Guevara, una de las dos mujeres expositoras.

Aunque se parta de una exacerbada individualidad, como en el caso de Filemón Santiago; de una exquisita figuración, como en la obra de Enrique Isai Flores González (Árbol muerto, grabado, s/f); de la corriente neofigurativa, como en la Cocina en función (óleo/tela, 2007), de Alejandra Villegas, o de una relativa abstracción, como en el Invierno I (mixta, s/f), de Saúl Castro, el mito o el sentido de lo mítico pasea su magia por todas estas piezas.

Lo advertimos en los dos óleos Sin título (1996) de Rodolfo Morales: asistimos en ellos a una ceremonia, como en muchos de los cuadros de este pintor espléndido. Siempre hay un vuelo en su obra; siempre hay una ofrenda, una entrega; siempre hay un tránsito o una instauración entre lilas y turquesas, colores que algo tienen de infancia, de origen, de fuente vegetal o marítima. En el primer óleo, dos personajes aparecen entre flores y cielo; en el segundo, un grupo de figuras conforman una alegoría entre arquitectónica y sacra: ambos cuadros son herméticos, pero maravillosos en los dos sentidos.

A despecho de un arte que prescinde de la anécdota, estas obras oaxaqueñas cuentan algo: narran, así sea instantáneamente, un suceso. Entre todas cuentan la historia de un mundo acaso ya fragmentado pero aún vivo en el imaginario de los artistas y de lo que Jung llama el inconsciente colectivo. Salvo algunos casos, el más antiguo y rizomático México se halla estampado, reconstituido en estas obras. No el México de manida exportación folklorista, sino el México que amaron y sufrieron Malcolm Lowry, Artaud, Traven, Lawrence, Breton y muchos otros. El México que amamos y sufrimos millones de nativos ahora mismo.

Porque el mito es un acto del habla también, explicaría Barthes. Al hablar icónicamente, estas obras cuentan otra vez la historia de cómo lo profano toca lo numinoso, de cómo lo sagrado puede ser dicho con signos que son símbolos que son imágenes que son dardos que se clavan en nosotros y a los que reconocemos como partes de nuestra extraña identidad. Extraña por sincrética, diversa y multiforme, no por ajena. ¿Cómo nos sería ajeno el pequeño baúl que Álvaro Santiago ha convertido en un Arcón de historias (mixta/madera, 1991)? Cuántas leyendas, cuántos mitos, cuánta verdad seminal en esta representación fantástica de la vida. Y cuánta necesidad de un rostro y de un nombre. Cuánta enmascarada incertidumbre también en medio de este bosque de símbolos.

Todo el arte moderno tiene un objetivo fundamental –dijo Tamayo-: buscar la expresión del tiempo. (Rufino Tamayo. Imagen y obra escogida, UNAM, 1991). Esa búsqueda de la expresión del tiempo ha sido, en realidad, la tarea del arte desde el principio de la historia o desde antes. El mito condensa ese tiempo en un Tiempo sin devenir, uno en el que las cosas sucedieron para siempre y están eternamente sucediendo, como en el mundo del sueño, esa otra realidad atónita, y como en el arte, cuya vida es tan fugaz como la humana.

Así en la obra de Jesús Urbieta –Homenaje a Nahui Ollin, óleo/tela, 1995-, en la de Felipe de Jesús Morales López –Trasquilando al nahual, óleo/tela, 1995-, en la de Maximino Javier –El beso del hombre poblano y Un beso nocturno, gouache/papel, s/f y 2003- y en la de los escultores Tiburcio Ortiz Pérez (Perro ancestral, bronce, 1998) y Noel López Carrizal (Cuatro mixtecos, talla en madera, s/f). En todos ellos el episodio cotidiano se convierte en arquetipo: la materia de que está hecho el arte representa, paradójicamente, a la intangibilidad, al Tiempo mítico, al tiempo a secas.

En su interesante recorrido por los ámbitos del mito y el arte, el teórico argentino Adolfo Colombres describe cinco áreas descendentes o concéntricas que, en cualquier sociedad humana, agrupan desde el más profundo sentido de lo sagrado, donde se ubican los grandes mitos del origen y los paradigmas esenciales de una cultura, hasta el espacio profano en sentido estricto, no teñido por lo sagrado, y que es el privativo de la historia y [que] se liga especialmente al orden cotidiano. (Teoría transcultural del arte, Conaculta, 2014).

Casi todas estas obras se mueven, por decirlo así, entre esa honda esfera de lo mítico y el ámbito de la vida ordinaria, pero incluso éste se ve teñido de cierto matiz primigenio, como en el gouache de Román Andrade Llaguno, Con recipientes de agua (2003), que representa un hecho cotidiano, sí, pero en el cual intervienen personajes que otorgan un sentido simbólico a una obra rebelde ante la perspectiva convencional.

En esta muestra de arte oaxaqueño destacan algunos grandes pintores, grabadores y escultores, entre ellos Tamayo, Toledo, Rodolfo Morales, Filemón Santiago, Saúl Castro, Mariano Pineda Matus (Rumbo a Etla, grabado, 2001), Tiburcio Ortiz Pérez, Álvaro Santiago y otros más. La ingenuidad y la destreza, la aparente inocencia y la maestría se concitan en muchas de estas obras. En casi todas, esas cualidades se ven enriquecidas por una raigambre propia de aquellos territorios, afortunados herederos de culturas tan enigmáticas como fueron la mixteca y la zapoteca. Para nosotros, el ocre del desierto; para ellos, la cornucopia del color; para todos, el arcano del mito.

El Centro Cultural Vito Alessio Robles debería permanecer abarrotado de visitantes. No es así, por desgracia. Recorrí la exposición durante unas dos horas y no hubo en ese lapso de tiempo una sola persona que entrara en la galería. ¿La burocracia escolar impide a los maestros planificar una visita de sus alumnos y de ellos mismos a este Centro? ¿En eso se habrá convertido la Secretaría de Educación Pública, en una máquina digital de kafkianos trámites y papeleos? Que los saltillenses se pierdan una exposición como ésta es bastante lamentable.

Estoy seguro de que a los niños, a los jóvenes y a todos los habitantes de Saltillo –y de cualquier parte de México y del mundo- encantaría ver muchas de estas obras. En ellas se reconocerían. El secreto que esconden pasaría del soporte a su mirada y de ésta a su memoria vital. Porque ¿cómo no verse en la sonrisa ladina de ese hombre que Toledo dibuja en su insomne cuaderno de apuntes, en el nahual trasquilado de Felipe de Jesús Morales López o en los seres volátiles de Rodolfo Morales, para no mencionar a Tamayo o a esa variación intervenida de una Juana de Arco en llamas que construyó Miriam Ladrón de Guevara como un profano exvoto?

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