A la memoria de María Guadalupe Dávila Fuentes

Opinión
/ 28 enero 2025

Mi tía, a quien despedimos el 20 de enero pasado, vivió acorde a la época que le tocó y transitó por la modernidad con un espíritu libre y generoso

Su sonrisa era luminosa. Chispeante la mirada. Ojos verdes de un brillante peculiar. La mirada solía ser de una fijeza dominante, cuando le atraía un tema o una persona; estricta al mostrar y demostrar con intensidad sus convicciones, y cargada de una ternura desbordante.

Mi tía María Guadalupe Dávila Fuentes, a quien despedimos el 20 de enero pasado, vivió acorde a la época que le tocó y transitó por la modernidad con un espíritu libre y generoso.

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Hermana de mi madre, las unía una familia cimentada en profundos valores que hacía suyos como parte de una herencia querida que la fortalecía cada día. Ella cubrió con el manto de su bondad a sus padres y hermanos, tíos, primos y sobrinos.

Trabajó como secretaria en Reforma Agraria y luego en la Procuraduría. Y sus días eran, por la mañana, atender sus tareas cotidianas con eficiencia y diligencia. Por la tarde, la atención era completa al hogar. Se hizo cargo de este hogar con el amor de una madre.

Hizo viajes que le llenaban de emociones y experiencias, de los cuales hacía partícipes a sus amados sobrinos. Para cada uno de ellos hubo siempre palabras y cumplidos, obsequios de aquellos viajes y en cada cumpleaños.

Era una devota religiosa que cumplió con sus deberes de una manera serena y cálida. Participaba con su parroquia llevando pasteles para las rifas, y de manera directa en las actividades de la iglesia.

En la mesa, estando todos reunidos, llamaba al silencio general para hacer la oración de los alimentos, que hacía con un quiebre de voz cuando tocaba que algún amado familiar ya no estaba sentado a ella, recordándolos, invariablemente.

Le distinguía su amor por los perros. Todos cuantos tuvo se llamaron igual: Bobby. En medio de la lluvia fue un día por uno que se le había perdido, cuando unos niños, hoy adultos que aún la recuerdan con enorme cariño, tocaron a su puerta y le dijeron: “Sabemos dónde está el Bobby”.

Subió al auto a aquellos pequeños y se dirigió rumbo a los alrededores del panteón Santiago, de donde lo rescató gracias a aquellos chiquillos que se le treparon, emocionados con la aventura, llenos de lodo al impecable carro.

A Canica, un chihuahua de casa de mi madre, le encantaba verla. Con total confianza le pedía subirlo en su regazo, cosa que ella hacía acariciando su escaso pelaje blanco. Volcaba una mirada de ternura al que se había posicionado con total comodidad, mientras le obsequiaba cariñosamente con un sobre de alimento.

Fue una mujer valiente, fuerte, dinámica, alegre, muy alegre. Vivió intensamente cada uno de los momentos de la vida. Entera, íntegra y bondadosa. Su partida deja un vacío a todos cuantos la conocieron, con todos cuantos convivió.

A todos procuraba dotándoles de lo que es valioso, tan valioso para el ser humano: su tiempo. Estaba ahí en los momentos de felicidad, pero también en los de profundo dolor. Se sabía que se podía contar con ella.

Su compasión por los más desvalidos y desafortunados hacía que a su puerta llegaran personas que sabían que contaban en ella con comida caliente.

Era una saltillense comprometida con su ciudad, que vivió la transformación urbana desde el centro de Saltillo, desde el cual no se desplazó. Pero se admiró del cambio y le gustó, pues le atraían las grandes ciudades. Era una crítica certera de lo que estaba bien y de lo que no lo estaba en la transformación que observaba.

Nos deja un doloroso y profundo vacío; nos deja una hermosa enseñanza: esa mirada de ternura y esa chispa de alegría con que contagiaba a todos, con la que favorecía cubriendo con su amor y dulzura.

Descanse en paz, Lupita Dávila Fuentes, mi querida tía.

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