Adiós al hombre de fe, vocación y servicio

Opinión
/ 8 febrero 2022
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Su paso ligero y rápido, la sonrisa fácil y la broma rápida, caracterizaban la figura del Obispo Francisco Villalobos Padilla, fallecido el pasado jueves 3 de febrero a la edad de 101 años.

Las líneas primeras de la descripción, en el recuerdo de mis años de infancia, seguía empatando con la del señor Obispo hasta hace algunos años, cuando, fiel a su rutina de caminar diariamente, lo siguió haciendo hasta donde le fue posible, acompañado por generosas personas en los últimos tiempos.

A esta sonrisa, a la mirada chispeante y a su simpatía y carisma, las custodiaba la certeza de ser un hombre de fe. Convencido, aunaba a ella cada uno de sus actos cotidianos, transmitiéndola con vocación y servicio.

Se ha ido la voz afectuosa, la mirada cálida, el trato bondadoso. Se ha marchado el señor Obispo, a quien le distinguió un ingente trabajo en favor de su feligresía.

Su trabajo pastoral fue importante a lo largo de la diócesis que dirigió por décadas. Llegó a la capital del estado cuando ésta arrancaba el proceso de industrialización, a mediados de la década de los setenta. Gran devoto de la Virgen de Guadalupe, fue Obispo de la Diócesis durante 25 años y Obispo Emérito 21 más.

Vio crecer a la ciudad y vio cómo su población también se fue transformando. En muchas localidades rurales y de la periferia dirigió el nacimiento de nuevas parroquias y con entusiasmo y alegría se comprometió cada día a la vocación que había tomado para el resto de su vida.

Fue un hombre que en la religión encontró la vía del servicio y del amor, en plena libertad. Su compromiso con los más necesitados era en él proverbial, y su afectuoso trato era incondicional e igual para todos.

Característicos fueron sus “coscorrones” que propinaba con una sonrisa capaz de producir, a su vez, gran regocijo.

El obispo Francisco, cuyo nombre, dijo en una entrevista, se debió a la devoción de su madre por San Francisco de Paula, predicaba con el ejemplo. Con los niños ponía en práctica la máxima de la figura de su religión, Jesucristo, aquella de “Dejad que los niños se acerquen a mí”. Bromeando con ellos, los hacía sentir personas dignas de respeto.

He recordado en otra ocasión cómo un día alguien lo condujo a las primeras bancas de la iglesia cuando esta se encontraba a reventar.

Sentada con mi hijo, de tres años entonces, el lugar del niño quedó a su disposición, con la hilera de la fila optimizando espacios.

Ya era Obispo Emérito y llegó vestido con ropa de civil. Mi hijo llevaba un peluche y el señor Obispo tomó inopinadamente el muñeco. Jugó con el pequeño una y otra vez a que no se lo lograba quitar. Ah, cómo disfrutaron el momento.

Así, hombre de alegre natural. En otra ocasión, de esto hará unos seis años, al entrar a la iglesia, junto con varios sacerdotes para dar inicio con una misa, viniendo él con bastón, soltaba ligeros golpes, sonriendo, a quien de pronto reconocía y lo saludaba en la fila de feligreses, que no eran pocos.

Religioso que cumplió sus deberes eclesiásticos a cabalidad y que transmitió la enseñanza de su vocación con una sencillez, alegría y buen humor únicos.

Una fortuna haber contado con personaje así en Saltillo. Vio a la ciudad cambiar y se adaptó a los cambios. Hizo su ministerio con fe, con bondad y con alegría.

Cierto lo que tantos comentan: católicos y no católicos podían encontrar en él el compromiso vital del ser humano en su estancia sobre la tierra: hacer el bien.

Que en paz descanse, y para siempre en nuestra memoria, su sonrisa y bondad, monseñor Francisco Villalobos Padilla.

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