Adulterio
Temerosos de los efectos que la conducta de su progenitor podía tener sobre la futura herencia, las hijas e hijos acordaron tener una reunión con él
Aquel señor era adúltero. No obstante ser casado, a una dama complaciente le puso casa chica bastante grande.
Lejos de mí la temeraria idea de juzgarlo: el que esté libre de piedras que lance la primera culpa. Pero sus hijos sí lo juzgaron. En tiempos de antes se les decía a los hijos que no debían juzgar a sus padres. Pero los usos cambian: ahora los hijos juzgan hasta al Santo Padre.
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Temerosos de los efectos que la conducta de su progenitor podía tener sobre la futura herencia, las hijas e hijos acordaron tener una reunión con él. Lo convocaron, pues, para tratar el delicado asunto. Una de las hijas, la mayor, abrió el fuego sin ningún preámbulo.
–Papá –le dijo con severo acento–. Sabemos que es usted adúltero.
El señor no se inmutó al oír aquello. Fue como si le hubieran dicho:
–Papá: sabemos que es usted mexicano.
Impávido, impertérrito, incólume, respondió:
–¿Y?
Alabo grandemente la concisión de esa respuesta. Nada como economizar palabras. Con esa sola letra el señor quería decir: “¿Y qué se deduce, concluye, infiere o sigue de eso que me dicen, o a qué viene la manifestación que me hacen, o qué me quieren decir con eso que me han dicho?”. Pero no dijo nada de eso. Sencillamente dijo: “¿Y?”. Si el silencio es oro, ese “¿Y?” era plata pura.
Habló otro de los hijos:
–No nos parece bien, papá, que esté usted cometiendo adulterio. Eso es contrario a las leyes humanas y divinas. Además está la sociedad, el qué dirán. Nos apena tener un padre adúltero.
–¿Ah sí? –respondió el señor calmadamente–. Vamos a ver. Tú, ¿de qué vives?
El hijo se azaró.
–Usted lo sabe bien, papá –respondió todo turbado–. Vivo del rancho que usted me pasó.
–¿Y tú? –se dirigió el señor a la hija que primero lo había interpelado–. ¿De qué vives?
Contestó ella con la misma turbación:
–Ya sé lo que me quiere usted decir. Mi marido es desobligado, irresponsable, flojo. Si no fuera por lo que usted me pasa cada mes mis hijos y yo pasaríamos hambre.
Preguntó el hombre al otro hijo y a la otra hija:
–Y ustedes, ¿de qué viven?
Por ambos habló la hija:
–Vivimos también gracias a usted, papá. A mi hermano le puso un negocio. A mí me regaló una casa, y en ella vivo con mis hijos, pues mi marido me dejó. Usted nos mantiene; gracias a usted tenemos qué comer.
–Ya veo –resumió el señor–. Dicho con otras palabras, todos ustedes viven del dinero que les doy.
–Así es, papá –reconoció el hijo mayor.
–Y díganme –preguntó el padre–. Mi dinero, ¿también es adúltero?
Ya no dijeron más los hijos. Callaron todos. Eso, digo yo –callar–, es lo que debieron hacer desde el principio. Que reclamara su madre estaba puesto en derecho y en razón, pero ellos no. Y no porque su papá los mantuviera o porque el señor hiciera bien –de hecho hacía bastante mal– al andar de picos pardos, sino porque sigue siendo verdad que los hijos no deben juzgar a sus padres. Mandamiento es ése de la ley de Dios, el cuarto. Digo yo que debería ser el primero, o el segundo al menos. Y eso en todo tiempo, incluso en el nuestro.