¡Ah, esa Güera!
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Se volvió Humboldt y vio, sentada en un rincón de la sala y entretenida en labores de aguja, a una hermosísima muchacha a la cual no había visto en la penumbra de la habitación
El 11 de abril de 1803 el barón Alexander von Humboldt llegó a México. Venía de América del Sur y se dirigía a los Estados Unidos en el curso de un largo viaje que efectuaba para hacer observaciones científicas.
Tenía entonces Humboldt 34 años de edad, de modo que estaba en flor de vida. Sin embargo, su carácter era agrio. Metido en sí mismo, no lo sacaban de sus cavilaciones sino otros más hondos pensamientos. Andaba siempre entre minerales y plantas; buscaba animales raros e insectos más raros todavía. Llevaba consigo un cuadernote en el cual anotaba cada día sus observaciones, ya barométricas, ya de temperatura o altitud. Era un científico de cuerpo entero este señor Von Humboldt.
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No había indicios de que el sexo bello lo atrajera. De hecho corrían rumores en el sentido de que aquel supereminente sabio era, como se dice ahora, gay. Por lo menos eso afirmaba un tipo apellidado Terra, que decía a quien lo quería oír que, puesto a escoger entre una bailarina de París y un artillero teutón, Humboldt habría escogido al artillero.
Vino a suceder, sin embargo, que cierto día, estando ya en la Ciudad de México, don Alejandro visitó a la mamá de la Güera Rodríguez, pues la señora era dueña de una hacienda en la cual se criaba la cochinilla, insecto que produce la grana, hermoso colorante. El barón deseaba estudiar aquel tan raro insecto. Visitó, pues, a la rica propietaria, y le pidió su permiso para ir a la hacienda.
–Nosotros lo llevaremos –oyó decir a una voz de mujer.
Se volvió Humboldt y vio, sentada en un rincón de la sala y entretenida en labores de aguja, a una hermosísima muchacha a la cual no había visto en la penumbra de la habitación. Era doña María Ignacia Rodríguez de Velasco, la famosísima Güera Rodríguez.
Quedó prendado al punto aquel sabio científico de los encantos de la joven, y ya no tuvo ojos más que para ella. Eso desmiente los infundios de aquel maledicente Terra. A todas partes a donde la Güera iba la seguía el barón, olvidado por completo no sólo de la cochinilla, sino también de sus complicados aparatos, piedras, plantas, animales e insectos en general. La condesa Calderón de la Barca, que con ingenio y garbo escribió un diario en el que puso sus observaciones de la vida en México, escribió que Humboldt afirmaba que la Güera Rodríguez era la mujer más hermosa que había visto en el curso de sus viajes por el mundo, pero que la admiraba más por su inteligencia que por su hermosura. La comparaba con madame De Staël, en torno de la cual se congregaron en un tiempo todos los hombres cultos de la Europa. “Es un consuelo –puso con ironía en su diario la marquesa– saber que de vez en cuando hasta el gran Humboldt duerme”. Al decir eso parafraseaba la marquesa la frase aquella de los latinos: “Aliquando bonus dormitat Homerus”. “De vez en cuando el buen Homero dormita”. Ese aforismo se usa para indicar que hasta los hombres más grandes tienen a veces descuidos momentáneos.
Se enamoró Humboldt de la Ciudad de México. Y cómo no se iba a enamorar, si la veía reflejada en los azules ojos de la Güera. Algunos niegan que haya sido el barón quien dio a la capital su calificativo de “Ciudad de los Palacios”, pero en todo caso la capital de la Nueva España le agradó de tal manera que llegó a decir que ahí se establecería al terminar sus viajes. Sostenía Humboldt que la cultura de la Ciudad de México era semejante por su esplendor a la de cualquier urbe de Europa, y que ninguna de los Estados Unidos se le podía comparar. Elogió grandemente los tres principales establecimientos de la gran capital del virreinato: la Escuela de Minería, cuyo plan de estudios, opinó, era mejor que el de cualquier establecimiento de su género en Alemania; el Jardín Botánico, que poseía la más rica colección de plantas en América, y la Academia de Bellas Artes, que producía artistas de gran mérito.
Lo que más elogió, sin embargo, fue la estatua de Carlos IV, obra de aquel Fidias valenciano que fue don Manuel Tolsá. Acompañando a la Güera estuvo presente en el solemnísimo acto en que se develó esa estatua, el 9 de diciembre de 1803, y dijo muy encendidas palabras de elogio al escultor. Los autorizados conceptos del gran viajero agradaron mucho al gran Tolsá, aunque seguramente no tanto como el enorme tejo de oro puro que el Virrey le regaló ese día para premiar la calidad de su escultura.
Extrañamente en Saltillo tenemos una calle con el nombre de Humboldt. Siempre que paso por ahí me acuerdo no de él, sino de la Güera. Cada quién.