La actividad política en México, lo sabemos todos, tiene por signo distintivo la violación sistemática del marco legal. Quienes pueblan nuestra clase política se han especializado en diseñar normas según las cuales existen comportamientos mínimos esperables, pero que nadie observa.
Se trata de una actitud contraintuitiva pues son ellos mismos quienes ostentan el monopolio del diseño institucional, es decir, son ellos -y solo ellos- quienes definen los límites dentro de los cuales debe registrarse su actuación, así como las sanciones en caso de trasponerlos.
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El problema es que la posición asumida, de cara al diseño del marco normativo, no es una que se defina a partir de fundamentos ideológicos o de convicciones democráticas, sino que se ancla en la coyuntura o, peor aún, en conveniencias personales que son, por definición, contingentes y transitorias.
Así pues, cuando nuestros políticos se encuentran en el lado de la oposición demandan el establecimiento de reglas que acoten, casi hasta la asfixia, a quienes detentan el poder. Pero cuando llegan al poder mutan instantáneamente de criterio y aquello que les parecía condenable apenas ayer, hoy les resulta la conducta más deseable, justificada e incluso necesaria.
El comentario viene al caso a propósito del anuncio realizado ayer por el presidente Andrés Manuel López Obrador, relativo a la creación de una nueva “sección” en su conferencia de prensa matutina: “no lo digo yo”, mediante la cual, de acuerdo con su personal criterio, acata el acuerdo emitido por el Instituto Nacional Electoral, la semana pasada, con el cual le prohibieron hacer comentarios sobre la aspirante opositora Xóchitl Gálvez.
La pretensión del titular del Ejecutivo es, desde luego, mantener la ola de ataques enderezados en contra de Gálvez y que forman parte, sin duda alguna, de una estrategia para influir en el público elector al usar su capacidad para retratar a la Senadora como “una integrante de la oligarquía” y del segmento de la comunidad que proviene de la cultura del privilegio.
Y en democracias con mayor grado de madurez que la nuestra el que los políticos -quienes ostentan el poder y quienes lo buscan- mantengan de forma permanente un debate vigoroso, e incluso ríspido, a nadie sorprende ni escandaliza. Se trata de un elemento regular de la normalidad democrática.
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El problema de fondo no es la confrontación ríspida y el intercambio de metralla discursiva sin cuartel. El problema es la hipocresía implicada en exigir el diseño de un marco normativo que prohibe ese tipo de conductas y luego entregarse a ellas porque así conviene a los intereses del momento.
El problema está también en el exceso. En el uso abusivo -e ilegal- de información privilegiada para atacar a rivales políticos. El problema está, para decirlo claramente, en la ausencia absoluta de un compromiso con la mínima decencia requerida en la actividad política.
El presidente López Obrador no es, desde luego, el único obligado al comportamiento ético y ajustado a derecho. Pero sí es quien tiene los instrumentos más poderosos a su alcance para orientar la conducta colectiva en sentido positivo. Cabría esperar que decida hacerlo.